ISBN 0124-0854
N º 84 Noviembre de 2002
En este temprano inicio del siglo XXI – un siglo ya desengañado violentamente de que el progreso hacia la paz global y la prosperidad sea algo inevitable – esta nueva realidad no puede seguir ignorándose. Debe confrontarse.
El siglo XX fue quizás el más mortal en la historia de la humanidad, devastada por conflictos innumerables, sufrimiento incalculable y crímenes inimaginables. Una vez tras otra, grupos o naciones infligieron violencia extrema a otros, a menudo conducidos por el odio irracional y la simple suspicacia, o por arrogancia ilimitada y sed de poder y recursos. En respuesta a tales cataclismos, los líderes del mundo se reunieron hacia mediados del siglo para unir a las naciones como nunca antes.
Un foro fue creado, las Naciones Unidas, para que fuera un lugar donde todas las naciones pudieran unir fuerzas para defender la dignidad y el valor de cada persona, y para afianzar la paz y el desarrollo de toda la humanidad. Allí, los Estados podrían unirse para fortalecer el dominio de la ley, podrían reconocer las necesidades de los pobres y dirigirse a solucionarlas, refrenar la brutalidad del hombre y su codicia, conservar los recursos y la belleza de la naturaleza, sostener la equidad de derechos entre hombres y mujeres, y mantener la seguridad de las generaciones futuras.
Nosotros heredamos del siglo XX el poder político, así como el poder científico y tecnológico, que – sólo si tenemos la voluntad para usarlos – nos darán la oportunidad para vencer la pobreza, la ignorancia y la enfermedad.
En el siglo XXI yo creo que la misión de las Naciones Unidas se definirá en razón de una nueva y más profunda conciencia de la santidad y dignidad de cada vida humana, sin importar cuál sea la raza o la religión. Esto nos exigirá que veamos más allá del entramado de los Estados y bajo la superficie de las naciones o comunidades. Nosotros debemos enfocarnos, como nunca antes, en mejorar las condiciones de los individuos, hombres y mujeres, que dan su riqueza y carácter al estado o nación. Nosotros debemos comenzar con esa niña afgana, al reconocer que salvar esa única vida es salvar a la humanidad entera.
Durante los últimos cinco años, he evocado a menudo que la Carta Constitucional de las Naciones Unidas empieza con las palabras: " Nosotros los pueblos ". Lo que no siempre se reconoce es que ese " nosotros los pueblos " está construido por la suma de individuos, cuyas aspiraciones a los derechos más fundamentales se han sacrificado, demasiado a menudo, en pro de los supuestos intereses del estado o nación.
Un genocidio empieza con el asesinato de un hombre, no por lo que él ha hecho, sino