ISBN 0124-0854
N º 79 Junio de 2002 homosexuales pueden, o saben, amar a las mujeres mejor que los machos e incluso que los hombres comunes y corrientes que no reconocen en ellas sino a la mujer – madre, este eterno espejo para el amor a sí mismo masculino, pero que temen profundamente al universo femenino por recordarles justamente los goces y las gratificaciones de sus primeros años de vida cuando estaban inmersos en tal universo, estos goces que tuvieron que abandonar para transformarse en hombres.
En este sentido, los homosexuales nos dan una esperanza a las mujeres, frente a la posibilidad de una masculinidad distinta, sensible y tierna, capaz de ver en la mujer a una amiga, y no sólo, y eternamente, un refugio materno y un abismo, una madre o una puta, la una demasiado potente y la otra demasiado infernal.
Ahora, en cuanto a las lesbianas, ellas también son merecedoras de respeto, y de pronto yo personalmente las admiro porque ellas tienen el coraje de afirmarse sin reactivar su valor en la mirada o el deseo de un hombre, sin instalarse en el eterno registro de la demanda. Las admiro por su fuerza frente a la castración, por su desmitificación del pene erecto como única promesa para las mujeres.
Pero, sobre todo, las lesbianas afirman un erotismo de piel, mucho menos genital, mucho más sensual; un erotismo de tacto y no de táctica, de palabras y no de silencios, de senderos misteriosos y no de caminos conocidos de antemano; un erotismo que pasea, que circula para durar más, que se distrae y se encuentra con playas desconocidas, aldeas misteriosas, veredas perdidas que son nuestra playa oculta, o, por lo menos, una patria que ha sido exiliada por una sexualidad oficial tan masculina. Un erotismo sin afanes ni soluciones precisas. Un erotismo que busca olasmos y no orgasmos troncados por una eyaculación siempre anticipada.. Ellas deconstruyen todos los parámetros de la sexualidad oficial, esta sexualidad que todos los parámetros de la sexualidad oficial, esta sexualidad que se construyó desde un cuerpo masculino, articulada a la erección, la acción, la penetración, la genitalidad y la muerte.
Creo que, aun si es difícil confesarlo en un mundo androcéntrico, muchas mujeres envidian la sexualidad de las lesbianas. Por otra parte, ellas afirman una femineidad afuera de sus connotaciones maternales, una femineidad de sujeto de deseo y no de eterno objeto del deseo del otro masculino.
Construyen un espacio para |
un tipo de relación que nos ha |
hecho muchísima falta en la |
cultura occidental, un espacio |
de solidaridad, de sororidad, |
un espacio para el“ entre |
ellas”, el“ nosotras”; nosotras |
que |
no |
hemos |
sido |
socializadas |
sino |
para |
la |
rivalidad |
entre |
nosotras |
mismas. |
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Ahora, es también cierto que las conozco menos que a los homosexuales masculinos; de hecho, son menos“ visibles”, menos“ reconocibles”, tal vez porque la sociedad les da paradójicamente más espacios, más posibilidad de encuentro y, sobre todo, de expresión de sus aspectos que a los homosexuales masculinos. En efecto, todas y todos sabemos que dos mujeres pueden caminar de la mano en la calle, dos hombres no; pueden bailar juntas, dos hombres no; pueden dormir juntas, dos hombres nunca. Mi hipótesis es que, para una sociedad tan profundamente machista y desde una lógica masculina, la idea del lesbianismo es demasiado insoportable e inimaginable. Que una mujer pueda amar eróticamente a otra mujer, que pueda gozar sin penetración, afuera de los parámetros masculinos de la sexualidad, no es ni siquiera pensable para una razón occidental tan narcisista. Así, el narcisismo