ISBN 0124-0854
N º 79 Junio de 2002
volvió cultura y se creo un orden de interpretación ya no sólo biológico sino sobre todo simbólico. Un orden en el cual ya no existe un objeto sexual específico a la necesidad, ni respuesta exacta a la demanda de amor, porque – como dice Michel Foucault – se problematizó el sexo en sexualidad, que es mucho más que sexo; es el paso del acto puro, sencillo y aséptico a la demanda, a la relación que es palabra, interpretación, construcción de un otro de deseo, de un otro fantaseado dentro de un contexto histórico y ético.
Significa, por consiguiente, que al perder la respuesta exacta a la necesidad en este paso del sexo a la sexualidad, cualquier objeto sexual se puede volver objeto posible y que, en materia de opción sexual, la heterosexualidad
Fotografía de Antonio Betancur
representa sólo la norma, la actitud más comúnmente adoptada por presión cultural, y en este sentido, la homosexualidad está ahí para recordarnos las infinitas posibilidades de lo humano. Definitivamente, y aun si desordena nuestros puntos cardinales, nuestro pequeño orden tan segurizante, pero a la vez tan mezquino y totalitario, y sea cual fuere la razón para ese sentimiento, el protagonista en una relación homosexual – como en una heterosexual – no es otro que el mismísimo amor.
En este sentido, los homosexuales masculinos merecen respeto( más adelante hablaré de las lesbianas) – y no hablo de tolerancia, hablo de respeto – porque tienen el valor de recordarnos que la masculinidad, exactamente como la femineidad, son
constructos sociales que alienan, sutil pero profundamente, nuestras opciones amorosas. El homosexual nos recuerda que todos y todas somos bisexuales, pero que la cultura presiona a los varones para seguir el camino de una masculinidad definida por una serie de marcadores culturales que sirven a un orden profundamente patriarcal. En el cuerpo del otro, el homosexual ama a una belleza que simplemente no responde a los estereotipos de una cultura. Algunos de ellos tienen incluso el valor de afirmar su femineidad, y todos se dejan desear de otro hombre contradiciendo y transgrediendo toda una socialización que trató, por todos los medios, de enseñarles a descontaminarse de lo femenino para hacer parte del colectivo de los hombres, estos hombres de verdad, duros, beligerantes y fetichizadores de las mujeres. Como nos lo recuerda Elizabeth Badinter, la primera regla de una educación machista es la que repite de mil maneras a los varoncitos que ser hombre es ante todo no ser mujer. Desde que oyeron esta fatal frasecita,“ hijo mío, sea hombre”, entienden que deben mutilarse de esta protofemineidad de su primera infancia y que para no“ ser mujer” es necesario“ tener mujer”. En este sentido, creo que a veces los