Fotografía de Antonio Betancur
ISBN 0124-0854
N º 79 Junio de 2002 amarillo, mientras los muchos granos de arena eran separados hacia los bordes por el diestro movimiento de las manos. El granito era depositado en una pequeña bolsa de plástico que se amarraba a la pretina del pantalón, y al final del día se hacía un inventario de lo conseguido entre los dos. Terminada la semana, se recogía lo poco que tenían para cambiarlo por unos cuantos pesos. En un día, ya muy de tarde, cuando el movimiento de la batea se había vuelto pesado y la batea pesaba y los párpados pesaban y el cansancio le susurraba a Florentina que debía suspender la faena, ella vio un grano amarillento que bailaba en la batea según la movía. Sus ojos se llenaron de gozo, al tiempo que sintió un frío intenso que le llegaba hasta la altura de la garganta. Detuvo el movimiento y, formando una pinza con sus dedos índice y pulgar, lo tomó para examinarlo. Le parecía que era de oro. Le limpió la arena, frotándolo en su vestido, y volvió a mirarlo: se le parecía a otro que le había visto, en una sola ocasión, a un viejo minero. Sostuvo la batea debajo del brazo y lo limpió de nuevo, poniéndolo luego en la palma de su mano izquierda, mientras lo acariciaba con los dedos de la derecha. No lo dudó más: era de oro. Tiró entonces la batea y salió, corriendo convertida
en plena dicha. Era eso: la dicha con cuerpo de mujer que corría hacia su casa. Los demás la vieron corriendo y la oyeron gritando:“¡ mamá, mamá: me saqué un grano de oro!” Uno de los mineros se había quedado parado, viéndola venir. Cuando la joven pasó junto a él, la detuvo tomándola del brazo:-Venga, muchachita-le dijo-. Muéstreme ese grano, yo le digo si en verdad es de oro. Ella abrió la mano en la que tenía su tesoro y entonces el minero, al verlo, se adelantó a proponerle:-Se lo cambio por el gallo colorado. No más lo dijo, Florentina empezó a sentir que la saliva se le abundaba y, cuando la sintió mucha, se la tragó con una ansiedad tal que alcanzó a producir un raro ruido mientras bajaba por su garganta. La sonrisa se le vio en su rostro y entonces abrió mucho la boca antes de responderle:- ¡ Sí. sí, sí! ¡ Sí se lo cambio! Tenga el grano, que eso no se come, y tráigame el gallo. Cuando el tío llegó a la casa, Florentina, que no cabía en sus vestiduras por la enorme dicha que estaba dentro de ella, corrió a darle la buena noticia. Pero éste, enterado ya de lo sucedido, había ido a asegurarse por él mismo de lo que consideraba la estupidez más grande nunca antes oída. Cuando la vio con el gallo
bajo el brazo, le gritó en la cara:- ¡ Mal agradecida! ¡ Maldita muerta de hambre! Pero, ¿ cómo pudo hacerlo,
desgraciada? ¿ Cuánto hubiéramos aliviado la situación con él, Florentina Quintero?-Le sumó el apellido, como lo hacía su madre, para mostrarle más el enojo, y terminó diciéndole:- ¿ Acaso no pensó en ello, zonza? Ella, sin comprender lo que su tío le decía, soltó el gallo y salió corriendo por la puerta trasera. No corría por miedo. No. Lo hacía por dicha. Para que no se le acabara aquel