ISBN 0124-0854
N º 79 Junio de 2002
Florentina llevaba doce años, los mismos que tenía de nacida, conversando con el hambre. Por eso, más que conocerla bien, le pertenecía. Porque, en aquellas tierras del Nordeste Antioqueño, el hambre se había adueñado de muchos.-No diga más esas cosas, hija. Y vaya a buscar a su tío que allá le llevo su almuerzo. Ya le dije que él está como endemoniado preguntando por usted.-Mire, mamá: No es que él esté endemoniado, sino que es el mismo demonio. Eso es mi tío: ¡ Un demonio! Y habiéndole tirado estas palabras, Florentina dio media vuelta para salir corriendo por la puerta trasera de la casa, cuando apareció su tío bajo el dintel de la puerta, con un zurriago apretado en su mano. Su aparición fue tan sorpresiva, que no le dio tiempo a la joven de frenar la carrera que ya había iniciado. Florentina fue a estrellarse contra las pocas carnes de su tío, haciéndolo tambalear. Éste, que había alcanzado a escuchar las últimas palabras de su sobrina, la tomó por los cabellos y, levantando la mano en la que tenía el zurriago, lo descargó con todas sus fuerzas contra las piernas de la muchacha. El rejo se enrolló en ellas cuan largo era, y su punta logró abrir la tierna piel de una de aquellas piernas, que ya empezaban a dar forma a una
menuda joven en las postrimerías de la infancia. El tío haló el zurriago y lo descargó una y otra vez, ya en la espalda, ya en los brazos y cadera de Florentina. Durante el tiempo que duró el azote, ella no lloró, cual si estuviera incólume. Sólo lo miraba hondamente con unos ojos que se le habían tornado del color del fuego y que al hombre le parecía que le quemaban los suyos. Por eso, no fue capaz de sostenerle la mirada cuando ya hubo terminado el castigo; por eso le dijo, dándole la espalda, mientras cruzaba la puerta para ir de regreso al tajo, en donde había interrumpido la faena:-Ya le tengo separada la tarea para hoy, a ver si se le quita esa pereza. Y ojalá que no vuelva a quedarse por ahí, atolondrada, mientras aquí está todo el trabajo sin hacer – y se fue, apartando el rastrojo con el machete. Antes de salir, Florentina miró a su madre, quien había permanecido como una piedra. No había siquiera pronunciado palabra alguna para defenderla y ahora la miraba: a ella y a la puerta, a la puerta y a ella, como indicándole que saliera, porque no podía resistir más el agobio. La mirada acusadora de su hija, la hizo turbarse aún más. Florentina dio media vuelta para partir, cuando su madre le dijo, con la dificultad propia de quien
no tiene razones para excusarse:-No me mire así, hija. Usted sabe que si yo intervengo, él se va-hizo una pausa y continuó, ahora con menos esfuerzo-. Y si él se va, nos acabamos de morir de hambre.-El hambre, mamá, no nos podrá castigar más de lo que hasta ahora. No vivimos, mamá. Apenas estamos sobreviviendo – y cruzó el umbral para dirigirse al monte, guiada por el sonido del machete, que en manos de su tío aporreaba la maleza. Esa tarde trabajó hasta ver la sangre que salía de sus pequeñas manos. Estrujó la tierra con el azadón, como obligándola a que produjera lo que no se le sembraba. Al término de la tarde, cuando la luna llegó a mirar su trabajo, Florentina fue hasta la casa y, tirándose en su tarima, que era lo único que le pertenecía, se durmió sin haber comido siquiera la ración de yucas del almuerzo. Después de la siembra, Florentina iba a minear con su tío, una tarea que solían combinar con el aporreo de la tierra. Se pasaban las horas mueva que mueva la arena en sus bateas, esperando a que aparecieran los pequeños puntos luminosos que dieran indicios de la presencia del soñado metal. Luego de muchos intentos, iba quedando en el centro de la batea algún minúsculo punto