Agenda Cultural UdeA - Año 2001 OCTUBRE | Page 5

ISBN 0124-0854
N º 72 Octubre de 2001
Villoro los define con ingenio: « realismo mágico como explicación de un mundo que no conoce otra lógica ». Y no se trata solamente de lo internacional: validos de los estereotipos administramos mentalmente la diversidad regional de nuestro país, y así dormimos confiadamente sobre la arbitraria convicción de que el costeño se pasa el día tumbado en un chinchorro o que el celoso santandereano golpea a su mujer por el más insignificante motivo.
En « Que pase el aserrador », un cuento de Jesús del Corral que en Antioquia es tan célebre como las mismas páginas bíblicas ⎯o quizá más que ellas⎯, Simón Pérez, un desertor que finge ser un consumado taumaturgo de aserríos, encarna los valores que a lo largo del tiempo se han reconocido como los del antioqueño ideal: la cazurrería y el ingenio. Pero todo aparece tan subrayado y con tanto sabor de aumentativo que, en últimas, lo más importante pasa inadvertido, y Simón Pérez, antes que un antioqueño representativo, lo que más parece es un pillo redomado dispuesto a utilizar los más audaces embustes aun contra su propia madre; un bergante retozón que no se desampara de su tiple ni siquiera en los más solemnes episodios. Quizá haya mucho de ingenuidad en la pretensión de querer ver lo esencial de una cultura resumido en un personaje de papel, en un arquetipo sobreactuado; pero, asumiendo esa posibilidad, habrá que empezar por advertir que en
ese Simón Pérez lo más explícito puede ser nada más que lo irremediablemente apócrifo. Si es que en él hay algo que caracteriza a los otros hombres de su región, antes que la picardía y la copla siempre dispuesta bajo la lengua, ese rasgo esencial puede ser, simplemente, que nuestro improvisado aserrador llama « micos » a los primates del lugar, y no « monos », como los llama su patrón extranjero.
Miguel Cané, diplomático argentino que viajó por América y estuvo en Bogotá en 1882, consignó las experiencias de su peripecia en un escrito de alguna extensión, publicado originalmente como En Viaje( 1881-1882). Allí habla con sorpresa y entusiasmo de asuntos estruendosos, como a su juicio lo son los ímpetus festivos de los bogotanos. Pero llama la atención la forma en que le conmueve cierta nadería que registra en alguna página remota, y a la cual no puede evitar dedicar un pie de página( algo que no abunda precisamente en su obra): ha descubierto que en Colombia se dice « estar donde Vengoechea », y no « estar en lo de Vengoechea ».
Pero no hay que ir muy lejos en el tiempo. Basta que el lector de esta crónica vaya a la misma Bogotá hollada hace tanto tiempo por Cané para descubrir el encanto ⎯el genuino encanto⎯ de las pequeñas diferencias, el modesto cambio de los matices en los colores cotidianos: más allá del amplísimo planchón de la Plaza de Bolívar, del habla cantarina de esas gentes que afirman como si preguntaran, o de la
proliferación de caras rubicundas que son consecuencia del clima frío, podrá descubrirse que los taxistas ponen su chaqueta sobre el asiento de su derecha, obligando al cliente a acomodarse en la trastienda del vehículo. En Medellín, cuando un hombre solitario toma un taxi, normalmente se acomodará a la diestra del conductor, e invariablemente, con preguntitas y comentarios tímidos que bordearán el manoseado tema del clima, iniciará una conversación que, con el correr de los kilómetros, podrá terminar con la exposición de sus apetencias sexuales o con la declaración de algún complejo manifiesto político. Y a todas éstas, el conductor del altiplano cumple meditabundo con su oficio mientras que el pasajero, aislado por la cojinería, se distrae viendo desfilar el mundo al otro lado de la ventanilla. En suma: la revelación de las almas culturales de dos comarcas ⎯una expansiva y otra ensimismada⎯