ISBN 0124-0854
N º 73 Noviembre de 2001
Cantante del oeste de África. Tomado de La música del hombre, Fondo Educativo Interamericano, U. S. A., 1981
traseras; y las ranas, de su bolsa. Pero, desde el principio, un sonido en particular es parte imprescindible de la identidad de cada criatura.
El llanto del recién nacido proclama su nueva independencia y es quizá un presagio de responsabilidad y esperanza. Es a la vez un saludo jubiloso y una triste despedida. Sus pulmones reconocen el nuevo ámbito del aire, pero él conserva vivo el recuerdo de la tibieza, la seguridad y el bienestar que disfrutó en el ambiente acuático del seno materno. El ritmo cardíaco de nuestra madre persiste muy dentro de nosotros durante largo tiempo después que vemos la luz primera y lo llevamos grabado como nuestra
identidad. Sentimos su pérdida y debemos sustituirlo con otros sonidos, en especial con nuestra propia voz, pues ritmo y sonido son comunicación. Nuestro oído se desarrolla mucho antes que la vista.
En algunos hospitales se ha hecho el experimento de tranquilizar a los recién nacidos haciéndoles oír grabaciones del latido de un corazón humano y, en algunos casos, los infantes se han sentido tan cómodos con ese arrullo que hasta se han olvidado de respirar. Los seres vivos se comunican entre sí mediante sonidos tan fáciles de reconocer para los miembros de su especie como lo es el llanto del nene para la madre. En el acuario Victoria, Paul Horn ha demostrado que la ballena, el mamífero más grande del mundo, reacciona ante los sonidos musicales que él produce con su flauta y le responde como si fuera uno de sus congéneres. La agudeza de los sentidos de cada criatura es parte de su capacidad para sobrevivir, para aparearse, para encontrar alimento. Hace 30.000 años, cuando morábamos en cuevas, entre árboles o en descampado, los sentidos eran nuestra mejor arma. El oído era tan importante como la vista; cada rumor contenía un mensaje; llegamos a conocer el sonido de todas las criaturas.
Para nuestros antepasados, la recolección de alimento era una tarea vital. El movimiento actual en favor de la ecología refleja, en parte, una convicción
ancestral: que el animal es nuestro pariente y comparte con nosotros el mundo y los interdependientes ciclos de la vida. Los aborígenes australianos o los bosquimanos del África consideran que su lanza es un instrumento de caza, no un arma de guerra. Un notable proverbio africano expresa con claridad este sentimiento de parentesco: « Nunca insultes a la madre del cocodrilo antes de cruzar el río ». Hombres y animales recolectan bayas y raíces, melones y nueces, incluso cuando se acechan mutuamente.
En las áridas tierras de pastoreo de las planicies Kalahari, en Suráfrica, donde el pueblo Igwi pasa su penosa existencia, la música une a la familia y a la tribu. Sus músicos cantan la perpetua búsqueda de agua y alimento y las distancias interminables que separan a la gente. También cantan de los animales atraídos por los renuevos que brotan de la tierra después de un incendio, del kudu y del puerco espín que le sirve de alimento o de la astuta hiena que, empequeñeciéndose, se desliza entre los humanos y les devora la ropa.
En la diafanidad de la luz y el aire de la pradera, es posible oír desde grandes distancias, olfatear la proximidad de una tormenta, percibir el movimiento de las bestias que merodean. Como elemento de supervivencia, la caza llegó a ser tan importante como la recolección, y nada alteró con mayor rapidez el equilibrio del poder en favor del hombre que el