ISBN 0124-0854
N º 70 Agosto de 2001 sensualidad de su relato, la tensión de su intriga, el modo cautivante de sus paradojas, su desparpajo, su alegría, su sabia combinación de reverencia mítica ante los humildes y de insolencia mítica frente al poder, su exuberancia, su sentido del ritmo, y algo en su ejercicio narrativo que definitivamente rompe con los paradigmas de la novela occidental, como nos la legaron los grandes artífices. Cien años de soledad no es, en sentido riguroso, una novela humanista. En ella no sólo los seres humanos son protagonistas, las fuerzas de la naturaleza tienen voluntad propia, y más bien nos sentimos asistiendo a una recuperación del sentido mágico de la literatura precristiana y prerracional, a los poderes naturales que gobiernan el relato homérico, a las transgresiones de la ley natural que rigen el curso de los relatos de las Mil y una noches, al universo animista de los mitos indígenas americanos.
El joven culpable que aparece en la obra de García Márquez no es el penitente cristiano sino el hijo que huye de sus deberes, que se aleja empujando una jaula donde llevan al hombre que se transformó en víbora por desobedecer a sus padres, y que vuelve a la aldea años después con el cuerpo cubierto de tatuajes de modo que parece una serpiente.
El tipo de lazo afectivo que une a la madre y a su hijo no es en García Márquez un
discurso explicativo, sino el camino que sigue la madre en busca del hijo fugitivo, el mismo camino que recorre a la inversa el hijo que regresa muchos años después a la aldea, y sólo se detiene cuando llega hasta ella. Ese vínculo no nos es dado en este relato mediante un alegato a la manera de Flaubert o Tolstoi sino mediante el rojo trazo de un pictograma indígena: el hilo de sangre que brota de las sienes del hijo muerto y que siguiendo su propia fuerza ancestral, esquivando todos los obstáculos, no se detiene hasta llegar a la madre: el río de la sangre buscando su fuente.
Es tal vez la irrupción del pensamiento mágico indígena en el orden del relato lo que marca la diferencia de Cien años de soledad con toda la literatura europea, lo que señala el secreto de la fascinación distinta que ejerce sobre la imaginación de todos los pueblos, y por ello se explica que García Márquez sólo haya sabido cómo contar su saga cuando leyó Pedro Páramo de Juan Rulfo, el momento en que el universo mágico ancestral de los mexicanos encontró su lugar en la respiración de nuestra lengua continental.
La originalidad de García Márquez es la originalidad de nuestra cultura, su distancia del canon de occidente. Ese triple recurso de elocuencia latina, condensación mágica indígena y sensualidad africana, fusionados en diablura de la imaginación,
colorido, |
insolencia |
y |
desconcierto, pueden ser |
vigorosos aliados en nuestra |
relectura de la historia, en |
nuestra expedición por el |
olvido, |
en |
nuestra |
consoladora |
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narración |
curativa. |
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El otro secreto del relato está en la recuperación de las cosas. Lo que hace que la verdadera historia sólo se aprenda en la novela histórica es que ella escapa de las generalizaciones y las categorías para darnos la intensidad de los hechos. Sólo ella tiene la capacidad de conmover, de formar la sensibilidad, de educarnos ante los rigores de la historia. El más grande historiador europeo, Gibbon, descubrió que lo conmovedor de la historia no está en las grandes tramas sino en los pequeños detalles. Frente a la historiografía indiferente, entorpecida de abstracciones y de estadísticas, se alza la historia viva que muestra a las tragedias humanas girando en torno de cosas concretas, de gallinas y de cerdos, de fotografías y de sillas vacías.
Las gentes humildes creen en la realidad. Una nevera es para la publicidad y para la opulencia un símbolo insignificante. Pero para una persona humilde es un objeto real y es también un icono. Por eso los sicarios de Medellín pueden arriesgar la vida por conseguir ese objeto que en cambio puede significar muy poco para muchos que lo poseen. Es preciso recordar que nuestra violencia gira en torno a la