Agenda Cultural UdeA - Año 2001 AGOSTO | Page 10

ISBN 0124-0854
N º 70 Agosto de 2001 tierra y a las cosas. Vivimos en una sociedad mercantil que predica todo el día sus paradigmas de opulencia y consumo, pero en la cual los productos son inaccesibles.
Hace setenta años, en tierras de Colombia, cuando una persona iba por los montes al anochecer y veía aparecer a alguien en la oscuridad, podía sentir alegría. Un desconocido era un compañero con quien sentarse a conversar. Siete décadas pasaron llevándose eso que alguna vez fue nuestro, y Colombia ha perdido casi del todo el tesoro mayor que cualquier sociedad puede poseer: la confianza espontánea en los demás.
Con ella perdimos la conciencia de poseer una patria, de formar parte de una comunidad solidaria. Saqueados por la historia, los hijos de Colombia deberíamos vivir hoy la urgencia de lanzarnos a la búsqueda de esa confianza perdida, pero nadie conoce el camino que lleva hacia ella. La confianza es uno de esos extraños lazos vitales cuya realidad resulta mucho más fácil de percibir que de explicar.
Nuestra sociedad tradicionalmente pobre, que nunca vivió la prosperidad de México o La Habana en el siglo XVIII, de Argentina a comienzos del XX, de Venezuela a mediados de siglo, nuestra sociedad, arrojada a una lucha desamparada y solitaria por lo material, aislada en individuos que crecieron en
la falta de estímulos y la abundancia de obstáculos, en manos de clases dirigentes sin carácter que nunca dirigieron nada, está comprendiendo tardíamente que la mayor riqueza posible es la menos palpable: el privilegio de compartir una realidad donde sea posible confiar en los demás, y que los demás confíen en nosotros.
Esa confianza, que puede traducirse en ayuda, en conversación entusiasta, en recuerdos compartidos, en el amor que sabe asumir tantas formas, en respeto, en esa justicia generosa de la que nace el único orden duradero, en seguridad y protección, en un trabajo solidario respetado y digno, en pasiones, alianzas y verdadera compañía, ¿ dónde encontrarla?
Muy pocos colombianos se sienten hoy realmente acompañados, salvo por las personas que les son más cercanas, y se diría que a veces ni siquiera por ellas. Pero podemos añadir que sólo las amistades suplen en Colombia la confianza que a menudo ni aún la familia dispensa. Y ya que la familia, en tiempos aciagos, tiende a convertirse en algo que se cierra sobre sí y nos enclaustra en un ámbito opuesto a lo desconocido, a los desconocidos, que son aquí el conjunto de la sociedad, la amistad tendría que convertirse en uno de los más importantes instrumentos de esa búsqueda de la confianza perdida, que es una
búsqueda de la patria perdida.
Hay un secreto en la invención de nuestras amistades, en los encuentros, las afinidades, sus coincidencias y sus asombros. Es verdad que también la amistad puede convertirse en algo hostil a la sociedad, en un orden de afinidades cerrado a la curiosidad y a la aventura. Pero todo el que tenga un amigo en el sentido más generoso de la palabra, tiene una de las claves del futuro que Colombia reclama, una responsabilidad a la vez íntima y pública, un secreto político, en el sentido más alto de la expresión.
Simplificando una sentencia griega podemos llamar política a nuestra manera de estar juntos, y ello nos obliga a advertir que hay maneras generosas e inteligentes de estar juntos, y maneras egoístas y brutales. Si en una sociedad impera la confianza, es evidente que la gobierna una sana política. Pero si impera el miedo, toda su política debe quedar enseguida bajo sospecha.
Si las sociedades sólo viven juntas en confianza cuando comparten una memoria, un territorio y un carácter, es decir, un saber sobre sí mismas, esto en Colombia lo aprendemos por la vía negativa: lo que impide nuestra confianza es que no compartimos una memoria, casi no compartimos un territorio y en absoluto compartimos un carácter. Y sin embargo esa memoria,