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ISBN 0124-0854
N º 70 Agosto de 2001 imágenes de la Bogotá de los años 40, un pintor español exclamó graciosamente: ¡ Cómo son de colombianos los colombianos! La verdad es que son también ese encierro y un largo hábito de dogmatismos los que no nos han permitido relativizar nuestras verdades, dialogar fluidamente con lo que es distinto, reconocer nuestros secretos y nuestras destrezas. Se diría que una de las causas de nuestro conflicto es que hemos estado encerrados demasiado tiempo, y que eso nos ha vuelto casi incapaces de vernos en lo que realmente somos, de admirarnos unos a otros por lo que tenemos de verdaderamente admirable y corregirnos en lo que deba ser corregido. Por ello, una de las prioridades de la Colombia presente es buscarse a sí misma en un diálogo inusitado con el mundo.
Es urgente que convoquemos a esos millones de desplazados que han vivido la historia presente, para que compartan con todos los demás colombianos una realidad vertiginosa, dolorosa y apasionante. Pero también es urgente que convoquemos a los pioneros de nuestro contacto contemporáneo con el mundo, a esos millones de colombianos que han entrado en relación física con la realidad planetaria, y que desde tantos lugares del globo sabrán celebrar de nuevo la alianza con el país en que nacieron, al que
llevan en sus costumbres y en su nostalgia: el país que necesita de ellos para sentir que está
verdaderamente en el mundo.
Hay quien dice que frente a los desafíos y los horrores de la guerra, es poco lo que pueden hacer el arte y la cultura. Muchos pensamos que, por el contrario, en una situación como la colombiana, casi todo tienen que hacerlo la cultura y la educación, porque hasta la guerra que vivimos es consecuencia de unos choques culturales, de unos procesos históricos en los cuales nuestra nación desdeñó su singularidad y se obstinó en copiar ideas, modelos y esquemas, creyendo ingenua o malintencionadamente que para una sociedad sirven las fórmulas que han sido descubiertas e implantadas en otras. La monarquía parlamentaria inglesa, la razonable república francesa, el presidencialismo paternal mexicano, la actual fusión de arcaísmo monárquico y de audaz ultramodernismo de la sociedad española son ordenamientos surgidos de una lectura lúcida de la realidad de cada uno de esos países. Y decimos que hay una nación cuando una comunidad ha llegado a articularse de un modo original. Es por eso que el
arte y la
literatura son los que de verdad descifran a los pueblos, porque a través de ellos esa comunidad singular expresa sus símbolos profundos, cifra en un lenguaje condensado su originalidad.
En su reciente libro La novela colombiana entre la verdad y la mentira, el escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal, uno de los más lúcidos testigos literarios de la violencia colombiana, nos ha mostrado a través del ejemplo de cuatro grandes obras – María de Jorge Isaacs, El Moro de José Manuel Marroquín, La Vorágine de José Eustasio Rivera, y Cien años de soledad de García Márquez –, contrastadas todas con su propia experiencia como autor de la novela Cóndores no entierran todos los días, que el único modo como ha sido posible contar la historia de Colombia fue a través de un tipo de ficción que, recurriendo a la exageración y a la imaginación, logra cifrar poderosamente lo que de otro modo sería reducido a niebla por la pertinaz y dirigida peste del olvido. Sostiene que ese tipo de ficción“ es la búsqueda de la