Agenda Cultural UdeA - Año 2001 AGOSTO | Página 3

ISBN 0124-0854
N º 70 Agosto de 2001

COLOMBIA

EN EL PLANETA

Por: William Ospina
Al final de su relato Los funerales de la Mama Grande, Gabriel García Márquez puso en labios de su narrador una reflexión singular: Sólo faltaba entonces que alguien recostara un taburete en la puerta para contar esta historia, lección y escarmiento de las generaciones futuras, y que ninguno de los incrédulos del mundo se quedara sin conocerla … Allí sugiere que la historia debería ser contada en primer lugar por sus protagonistas y sólo después por los especialistas; que la historia, antes de convertirse en densos volúmenes, sea elaborada primero como cuento, casi, se diría, como chismorreo de vecinos, en esas tardes largas y espaciosas en que las gentes comunes gozan amonedando en palabras los dramas y las maravillas del pasado y del presente. Esta actitud hacia la historia es la natural en una cultura que siempre convirtió los hechos cotidianos en tema de sus canciones, que supo exaltar con ternura y con imaginación las situaciones más comunes en símbolos perdurables. Como esos maestros de Gabo, los juglares vallenatos, Colombia necesita convertir hoy las agitadas circunstancias de su historia reciente en relatos festivos y en cantos conmovidos, no sólo para que no se olviden tantos dolores y tantos heroísmos, sino para que el relato mismo sea el bálsamo y el espejo a través del cual dejemos de ser víctimas y nos convirtamos en transformadores de nuestra realidad.

Como ha escrito Harold Bloom hablando de la cultura contemporánea, nuestra desesperación requiere el bálsamo y el consuelo de una narración profunda. Que las personas mayores, a las que una cultura frívola relega y olvida, siendo los portadores de la experiencia, la única vía al futuro, nos cuenten cómo fueron estos campos hace seis o siete décadas, antes de que comenzara el viento cruel que dio origen a las ciudades modernas; que nos cuenten cómo se formaron estas ciudades a las que todavía hoy vemos crecer ante nuestros ojos. Que los millones de desterrados que las llenan, que han hecho – aunque en condiciones muy distintas a las planteadas por Fernando González – el viaje a pie por el territorio, nos digan la historia reciente, y puedan elaborarla ayudados por los lenguajes del arte. Que narren, que pinten, que actúen, que filmen, que canten la historia heroica y peligrosa de todos estos años. Y que, elaborándola, transformen su tragedia en enseñanza y en sentido para nosotros. Siempre existió en el país esa destreza y ese regocijo con el lenguaje que hizo de los pobladores de los campos narradores extraordinarios. Hoy los recursos múltiples del arte nos permitirán pronunciar el conjuro, convertir los recuerdos privados en múltiple memoria compartida.

Hoy los colombianos somos víctimas de los tres grandes males que echaron a perder a Macondo: la fiebre del insomnio, el huracán de las guerras, la hojarasca de la compañía bananera. Vale decir: la peste del olvido, la locura de la venganza, la ignorancia de nosotros mismos que nos hizo incapaces de resistir a la dependencia, a la depredación y al saqueo. La exuberante Colombia parece haber perdido la memoria, parece haberse extraviado en su