Agenda Cultural UdeA - Año 2000 JUNIO | Page 8

ISBN 0124-0854
N º 57 Junio de 2000
Gustavo Rojas Pinilla da para tanto. Ni Gonzalo Arango tuvo jamás una línea política definida. Abominaba el dogmatismo. Cuando se comprometió en alguna causa de partido, lo hizo desde fuera, en nombre de los débiles y los amigos, como en el caso de la defensa de Fidel por el caso Padilla, la denuncia de los guahibos masacrados por la policía secreta y los terratenientes, y la candidatura de su amigo Belisario Betancur.
El joven escritor, que además fue suplente de la Asamblea Nacional Constituyente del general Rojas Pinilla,. entró en un estado espiritual de perplejidad e indecisión al partir el general al exilio. Había cometido un error imperdonable. Muchos jóvenes ambiciosos de cambios habían puesto su corazón y sus energías en las reformas del general. Cuando éste comenzó a tambalear lo abandonaron y se entregaron a gestos más oportunos, veniales, a la derecha y a la izquierda. Arango, siempre obstinado y un adicto a las causas perdidas, permaneció del lado equivocado: defendiendo la trinchera vacía del general. Por lealtad personal. O porque creía
que el general encarnaba la dignidad nacional y la justicia social. Como había hecho antes Jorge Eliécer Gaitán.
Ante el nuevo estado de cosas, viaja a Cali. Allí, en la desesperación de una noche sin futuro, le vino la idea de fundar el movimiento nadaísta. Regresa a Medellín, la ciudad de sus amores, donde adherimos a la idea descabellada de la rebelión intelectual, Alberto Escobar, Amílcar Osorio, Elkin Gómez, Guillermo Trujillo, Darío Lemos, Humberto Navarro y yo.
El Primer Manifiesto Nadaísta apareció enseguida, impreso en la tipografía Amistad, financiado por Humberto Navarro. Este primer engendro, único intento pro gramático del nadaísmo, y echado enseguida al olvido, hubiera pasado sin pena ni gloria. La diagramación era pobre y el estilo convencional y aburrido, exceptuando tal vez los alborotados textos que servían de apéndice al folleto, ilustrado con una fotografía de Arango, que hubiera servido bien para la promoción de cualquier hipnotista de feria. Los nadaístas, aunque aparentábamos un movimiento cultural y
éramos todos unos jóvenes poetas incipientes, pintores tímidos, filósofos aficionados, adoptamos desde el principio un aire escandaloso, un talante iconoclasta que nos convirtió primero en una noticia pintoresca y luego en una auténtica conmoción. Los poemas y los cuentos que pronto empezaron aparecer y a ser leídos en recitales públicos, a pesar de los alardes de sus autores de estar fundando una belleza nueva, incendiaria, hicieron menos por el nadaísmo que las vestimentas de Lemos, el peinado de Amílcar Osorio y su narguile, la pose misteriosa de enviado de Satanás de Gonzalo Arango, las borracheras desvergonzadas y el terrorismo intelectual. Un día se invitaba al funeral de la poesía colombiana con carteles de muerto en las esquinas y se quemaban libros en una plaza; otro se comulgaba en una misa solemne para escándalo de las hordas católicas; una vez desintegramos un congreso de escritores católicos regando yodoformo y azafétida en el recinto. Se sospechaba que hacíamos nuestras citas de amor en los cementerios. Era cierto.
Los nadaístas nos hicimos