ISBN 0124-0854
N º 58 Julio de 2000
Ante todo, porque el patrimonio cultural no se entiende como una experiencia social que los ciudadanos de una nación, de una región y de una localidad reinventan y reconstruyen diariamente bajo la perspectiva de ser proyectos colectivos para discutir y para debatir según los procesos de racionalización que él demanda, sino como artificio, ornamento y hasta superchería.
No es difícil adivinar en el anterior presupuesto a qué nos referimos, sobre todo para el caso de nuestro país, donde el patrimonio cultural se hace por la fuerza y por la seducción morbosa de los regionalismos racistas. Con todo, es menester explicarlo. En una sociedad como la nuestra, atravesada por fuertes procesos de modernización, de masificación e inclusive de globalización, es una exigencia generar entre sus ciudadanos unas identidades que les permitan compartir en conjunto la formas de representarse simbólica, semántica, narrativa y estéticamente sus sociedades. Pero tan compleja responsabilidad es asumida con la desfachatez de generar la violencia, la intolerancia y la irracionalidad entre los
grupos e individuos sociales.
Los medios de comunicación alientan la“ homogeneización cultural” donde se impulsan relaciones de exclusión, de discriminación y de marginación social. El patrimonio cultural no sería más que una nueva forma de agresividad social, el cual se manifiesta en la relación de“ quien no comparte conmigo los gustos, los deseos, las expectativas y los anhelos que yo tengo, está contra mí” esa vieja fórmula del catecismo. De esta manera el“ patrimonio cultural” como una de las formas de agresividad no puede constituirse en una sorpresa más, ya que en nada se diferenciaría, en el sentido moral, del estado de postración y de barbarie que se alimenta en nuestro país por medio de diferentes acontecimientos.
Lo anterior en un doble sentido: el patrimonio cultural, como una identidad que se defiende desde la agresividad, no deja de canalizar justamente la“ frustración social” porque intenta recuperar de manera inmoderada valores, actitudes o creencias que han sido superadas por muchas circunstancias;
pero, por otro lado, el mayor peligro de convertir“ los patrimonios culturales” en mitos es aquel según el cual la acción más eficaz para defenderlos se traduce en la obligatoria subordinación al medio social en que se vive, donde por“ miedo al aislamiento” o por“ el silencio forzoso”, no se pueden poner en cuestión ciertas tradiciones y algunas leyendas ya eternizadas.
No es extraño entonces que“ el patrimonio cultural” construido artificiosamente por los medios de comunicación en esas versiones peculiares de los mitos y de las identidades, termina traicionando propiamente la responsabilidad social y ética que deberían cumplir ellos, especialmente en la conformación de espacios de participación, de decisión y de discusión ciudadanos sobre las especificidades que guardan las manifestaciones culturales. Es perceptible entonces cómo adquieren rasgos de agresividad las actitudes que los ciudadanos, las elites, el estado y los gobiernos municipales asumen cuando de defender su ciudad se trata; a su vez, la manera en que se