ISBN 0124-0854
N º 51 Noviembre de 1999 que está rematada antes de tiempo. La edición de Mondadori es de 190 páginas. Pero a la altura de la 160( cuando apenas faltan 30 para concluir la obra), ni siquiera ha comenzado la relación de amor entre Sierva y Delaura, que constituye el eje central de la historia. Tampoco ha empezado el proceso de exorcismo, y en las escasas páginas que restan, al autor le faltan por atar los cabos sueltos entre El Marqués y Bernarda, y entre El Marqués y Dulce Olivia.
También le falta relatar la suerte de Delaura, el final de Sierva, y el destino de su amiga Martina. Es decir, la novela concluye abrupta y artificialmente, y deja la impresión, en vez de la contundencia de sus obras maestras, de algo inconcluso, inacabado, terminado antes de tiempo.
Por suerte, la importancia de un artista depende de sus aciertos y no de sus errores. Y si unos libros de García Márquez no poseen la misma calidad de otros, aquellos que sí la tienen es tanta que simplemente quita el aliento. Además, estos son la mayoría. Y es en esos donde más se aprecian los aportes del colombiano a la literatura mundial. Porque junto con el realismo mágico, aquel recurso genial para describir nuestra realidad donde lo mítico, lo fantástico y lo concreto se entrelazan con la destreza de un orfebre, él ha compuesto una de las prosas más notables, más bellas y melódicas que se conocen. Su estilo está hecho de una escritura que hechiza, cuyo ritmo, transparencia y armonía ejercen un
efecto que deslumbra. En la frase de Jorge Luis Borges es su“ música verbal” su gran creación: La que envuelve al lector y lo seduce sin remedio. Pocos autores en castellano, entre ellos Rulfo y Lezama Lima, han estado más atentos a la musicalidad de la prosa como García Márquez. Y en su caso, esa escritura se puede paladear y saborear, una y otra vez, sin agotarse jamás.
Pero García Márquez es también importante por otras razones. Fue de los primeros en Colombia en advertir que la literatura de la violencia no se podía limitar a un catálogo de muertos. Comprendió, quizás antes que nadie, que el drama de nuestra historia no radicaba en los cadáveres( que, como él mismo afirmó en octubre de 1959:“ los pobrecitos muertos que ya no servían sino para ser enterrados”), sino en los supervivientes, y por eso buena parte de sus libros transcurren en paréntesis de paz: lugares donde acaba de pasar la guadaña de la violencia, donde intuimos que pronto regresará, y en esa tensión los protagonistas sobreviven en medio del horror.
Con respecto a su obra cumbre, Cien años de soledad, siempre he creído( medio en broma) que la calidad de un libro se puede medir por la cantidad de relecturas que puede aguantar. En ese sentido, este caso representa un triunfo literario. Es una novela tan sabrosa, tan magistralmente ejecutada, que provoca leerla cuantas veces sea posible. Cada vez es fresca y deslumbrante, y las páginas parecen latir con el pulso de las cosas vivas. Es claro que el autor ha