ISBN 0124-0854
N º 52 Diciembre de 1999
-Sé donde encontraremos árboles verdaderamente hermosos, Buddy. Y acebo también. Con bayas grandes como tus ojos. Es muy adentro de los bosques. No hemos ido nunca tan lejos. Papá nos traía árboles de Navidad de allí; los cargaba sobre su hombro. De eso hace cincuenta años. Bueno, ¡ No puedo esperar la mañana! Mañana. La hierba resplandece con la escarcha; el sol, redondo como una naranja y anaranjado como las lunas del tiempo cálido, se alza en equilibrio sobre el horizonte, pule los bosques plateados de invierno. Un pavo silvestre canta. Un cerdo vagabundo gruñe entre la maleza. Pronto, a la orilla del agua de rápida corriente, profunda hasta llegar a la rodilla, tenemos que abandonar el carrito. Queenie es la primera en vadear el arroyo, chapotea ladrando plañideramente a la rapidez de la corriente y a su frialdad capaz de producir neumonía. Nosotros la seguimos, sosteniendo nuestros zapatos y un equipo( un hacha y un saco de arpillera) sobre nuestras cabezas. Una milla más de espinas, zarzas y cardos atormentadores que se agarran a nuestros vestidos; de rojizas agujas de pino, brillantes, mezcladas con hongos de alegres colores y plumas de pájaros. Aquí y allá, un vuelo fugaz, un alboroto, una explosión de chillidos nos recuerda que no todas las aves han volado hacia el Sur. Siempre el sendero serpentea
entre charcos de sol almidonado y oscuras bóvedas de ramas. Hay que cruzar otro arroyo: una alborotada flota de abigarradas truchas agita el agua a nuestro alrededor, y ranas del tamaño de platos practican las zambullidas de panza: obreros castores están construyendo un dique. En la otra orilla, Queenie se sacude y tiembla. Mi amiga también se estremece, no de frío sino de entusiasmo. Una de las maltrechas rosas de su sombrero suelta un pétalo cuando ella levanta la cabeza y aspira el aire cargado de aroma de pino.
-Ya casi llegamos. ¿ Los hueles, Buddy?- Dice, como si nos acercáramos al océano.
Y, en efecto, es una especie de océano. Grandes extensiones perfumadas de árboles navideños, acebos de punzantes hojas. Bayas rojas como brillantes campañillas chinas: los negros cuervos se precipitan chillando sobre ellas. Ya llenos nuestros sacos de suficiente verde y escarlata para rodear de guirnaldas una docena de ventanas, vamos a elegir un árbol, por fin.
-Debe ser-murmura mi amiga- dos veces más alto que un muchacho. De esta manera ningún muchacho podrá robar la estrella.
El que elegimos es dos veces más alto que yo. Hermoso y valiente bruto que sobrevive a treinta hachazos antes de ceder con un crujiente grito de rendición. Tomándolo como un animal muerto, empezamos el largo arrastre. A los pocos metros abandonamos la lucha, nos sentamos y jadeamos. Pero tenemos la fuerza de los cazadores victoriosos; esto y el perfume frío y viril del árbol nos reaniman, nos aguijonea. Muchos elogios acompañan nuestro regreso, a puesta de sol, por la carretera de arcilla roja que lleva a la aldea; pero mi amiga es taimada y evasiva cuando los viandantes alaban el tesoro cargado en
Vincent van Gogh. Paseante en el parque, la caída de la hoja. 1888. Óleo sobre lienzo.