Agenda Cultural UdeA Agosto 2004 | Page 4

ISBN 0124-0854
N º 102 Agosto 2004 recaudo mi familia, abandoné la sabana de Bogotá un día frío de septiembre de 19B4 y partí cargado con un paquete de libros, instrumentos de dibujo, fotos, una carpeta con grabados, el libro negro de adivinación, un talisac 2 mán, un gran vacío en el estómago y un nudo ciego en la garganta. Volé contra las manecillas del reloj hasta el otro lado del mundo, más allá de las montañas donde nace el sol, aterrizando entre hojas secas pintadas de todos los ocres y sepias y el ululante canto de las cigarras de otoño en la ciudad de Beijing. La capital era una inmensa urbe cuidada celosamente por guardias del Partido, arborizada con álamos y magnolios, con olor a soya y ajonjolí, islotes rurales sembrados de coles, antiguas construcciones imperiales y conservando sus vestimentas tradicionales y costumbres, convirtiendo este sitio en un dossier de razas de todos los colores que hablaban la lengua de la Torre de Babel, entendiéndose con camaradería gracias a gestos, toques, caricias y sonrisas. En sus aulas, todas las lenguas se silenciaban y la atención máxima confluía hacia el aprendizaje oral de los tres mil caracteres necesarios para hablar el idioma mandarín, y el incesante ejercicio de dibujar sobre un cuadrado los complicados ideogramas. Confundido por el espectacular vuelo hasta el otro lado de la tierra, me resultó difícil aceptar la separación de mi origen y adaptarme al cambio de espacio y de tiempo, pero la aletargada realidad era que me encontraba en la an ~ gua
vetu & tas pagodas, y millones de personas sonrientes, uniformadas de dril azul y verde oliva, que rodaban sin afán en lentas y negras bicicletas turismeras. Sin entender una palabra de chino, sin ninguna orientación espacial, con el mapa sensorial absolutamente desdibujado, fui internado de inmediato en el famoso Yuyan Xueyuan-instituto de idiomas-, una extendida colmena donde miles de estudiantes, hombres y mujeres de todas partes del mundo, convivían lúdicamente
Pekín, capital de los Han, " construida a escala humana en un espacio rigurosamente geométrico ". Con sorpresa descubrí que la ciudad no era roja y amarilla como en las películas, ni sus casas estaban pintadas con coloridos diseños, no colgaban globos rojos de papel, ni sus gentes tenían los cachetes rosados como en las fotografías. Toda su arquitectura, menos los templos y palacios, era de adobe gris, y sobre sus techos caía finamente el hollín de carbón mineral que