enteramente estaban ocupados por granjeros, braceros y mozos de campo con olor a tabaco
que se bebían su café, de pie o recostados.
-No son más que un hatajo de viejas -añadió Clare, la prima de la señora Hartman y
encargada de la estafeta, que casualmente estaba allí-. Si fuera primavera y tuviesen trabajo
que hacer, no andarían por acá. Pero el grano ya se ha recogido, el invierno está en camino y
el único quehacer que tienen es sentarse aquí y espantarse los unos a los otros. ¿Conoce a Bill
Brown, el del Telegram? ¿Vio qué artículo de fondo escribió? ¿Ese que tituló «otro delito»?
Decía: «Ya es tiempo de que cada cual sepa contener su lengua.» Porque ése es también un
crimen..., eso de contar mentiras puras. Pero ¿qué cosa quiere esperar? Mire a su alrededor.
Serpientes de cascabel. Sabandijas. Traficantes de chismes. ¿Acaso ve algo más? ¡Ja, ja! ¡Y
un cuerno!
Uno de los rumores originados en el Café Hartman se refería a Taylor Jones, el granjero
cuya propiedad limitaba con la hacienda de River Valley. Según opinión de buena parte de la
clientela del café, Jones y su familia, y no los Clutter, eran las víctimas que el asesino en
realidad buscaba.
-Sena más lógico -argumentaba uno de los que sostenían tal punto de vista-. Taylor
Jones es un hombre mucho más rico de lo que Clutter nunca fue. Ahora bien, supongamos que
el tipo que lo hizo no era nadie de la zona. Supongamos que fuera un asesino a sueldo y que
sólo le dieran instrucciones de cómo llegar a la casa. Bueno, pues podrían ser muy fácil que
cometiera un error (que tomara una carretera por otra) y que viniera a parar a casa de Herb en
vez de a casa de los Taylor.
La «Teoría Jones» fue enormemente difundida..., especialmente a los Jones, familia
digna y sensata que no se dejó perturbar lo más mínimo por ella.
Una barra de snach para comidas, unas pocas mesas, una especie de trastienda que
albergaba las parrillas, una nevera y una radio. No había más en el café Hartman.
-Pero a nuestros clientes les gusta -aseguraba la propietaria-. Por fuerza. No tienen otro
sitio adonde ir. A menos que viajen quince kilómetros en una dirección o veinticinco en la
otra. También hay que reconocerlo, éste es un lugar simpático y el café muy bueno desde que
Mabel vino a trabajar aquí -Mabel era la señora Helm- Porque después de la tragedia yo le
dije: «Mabel, ahora que te has quedado sin trabajo, ¿por qué no te vienes y me echas una
mano en el café? Me ayudas a preparar comidas, a servir en el bar.» Así es como fue.... lo
único malo es que el que entra aquí no deja de molestarla con sus preguntas. Sobre la
tragedia. Pero Mabel no es como mi prima Myrt. Es tímida. Y además no sabe nada especial.
Nada que ya todo el mundo no sepa.
Pero, en general, la congregación seguía sospechando que Mabel Helm sabía un par de
cosas que no decía. Y desde luego, que era así. Dewey había tenido varias conversaciones con
ella y le hizo prometer que sobre cuanto hablaran había de mantener total silencio.
Especialmente, tenía que guardarse muy mucho de mencionar que había echado de menos la
radio y que habían encontrado el reloj de Nancy en el zapato de la niña. Y por eso le contestó
a la esposa de Archibald William Warren-Browne:
-Cualquiera que lea los diarios sabe tanto como yo. Más, porque yo no los leo ni me
queda tiempo para leerlos.
Cuadrada, rechoncha, en sus cuarenta, una inglesa con una jerga tan de la alta sociedad
que su inglés resultaba poco menos que incomprensible, la esposa de Archibald William
Warren-Browne no se parecía en nada a los demás parroquianos del café, de modo que en
aquel ambiente ella era como un pavo real en un corral de patos. En cierta ocasión,
explicándole a un conocido por qué ella y su esposo habían abandonado «las posesiones de
familia en el norte de Inglaterra», cambiando su morada hereditaria («el más encantad oo r, el
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