completamente vestidas, familias enteras que se habían pasado la noche entera en estado de
alerta, vigilando, escuchando. ¿De qué tenían miedo?
-Puede que vuelva a ocurrir -era la usual respuesta, con algunas variaciones.
No obstante, una mujer, una maestra, observó:
-La impresión que nos hubiese causado el crimen no hubiera sido tan tremenda si no se
hubiese tratado justamente de los Clutter. De alguien menos admirado que ellos, menos
próspero y seguro. Pero es que esa familia representaba todo cuanto la gente de por acá
realmente valora y respeta. Y que una cosa así les haya podido suceder precisamente a ellos...,
bueno, es como si nos dijeran que no existe Dios. Hace que la vida carezca de sentido. Creo
que la gente se halla más que asustada, profundamente deprimida.
Otra razón, la más simple, la más desagradable, era que aquella tranquila comunidad de
buenos vecinos y amigos de toda la vida, se vio de pronto enfrentada con la insólita
experiencia de tener que desconfiar unos de otros. Razonablemente, creían que el asesino era
uno de ellos y todos, hasta el último hombre, compartían la opinión que Arthur Clutter,
hermano del finado , adelantara a los periodistas reunidos en el vestíbulo de un hotel de
Garden City el 17 de noviembre:
-Apuesto que cuando se aclare esto, comprobaremos que lo hizo alguien que no está ni a
diez millas de aquí.
Aproximadamente a seiscientos kilómetros al este de donde se hallaba Arthur Clutter en
ese momento, dos jóvenes compartían un reservado en el Eagle Buffet, un restaurante de
Kansas City. Uno de ellos, de cara alargada y con un gato azul tatuado en la mano derecha,
había engullido varios emparedados de ensaladilla de pollo y ahora miraba codiciosamente lo
que su compañero tenía delante: una hamburguesa intacta y un vaso de root beer en el que tres
aspirinas se iban disolviendo.
-Chico, Perry -dijo Dick-, veo que no quieres esa hamburguesa. Me la comeré yo.
Perry empujó el plato al otro lado de la mesa:
-¡Cristo! ¿Es que no puedes dejar que me concentre?
-No necesitas leerlo cincuenta veces.
Aludía a un artículo en primera plana del Star de Kansas City del 17 de noviembre.
Bajo el título de «Hay escasos indicios en el cuádruple asesinato», el anterior, terminaba
con un párrafo resumen:
"Los investigadores se enfrentan con la búsqueda de un asesino o asesinos cuya astucia es
evidente, si bien él o los motivos no lo son. Puesto que este asesino o asesinos cortaron
cuidadosamente los cables de los dos teléfonos de la casa, ataron y amordazaron a sus
víctimas con gran habilidad, sin huellas de lucha con ninguna de ellas, no dejaron nada
olvidado en la casa, ni elemento alguno que indique que anduvieran buscando algo, excepto el
detalle del billetero, asesinaron a cuatro personas disparando sobre ellas en distintas
habitaciones y recuperaron tranquilamente los cartuchos usados, llegaron y se supone que
abandonaron la casa con el arma criminal, sin ser vistos, actuaron sin motivo, a no ser que se
considere como tal un fracasado intento de robo, como los investigadores se inclinan a
pensar.”
-«Puesto que este asesino o asesinos» -dijo Perry leyendo en voz alta-. No es correcto.
Hay un error gramatical. Debería decir: «Puesto que este asesino o estos asesinos» -y
sorbiendo su root beer con aroma de aspirina prosiguió-: Bueno, de todos modos, no me lo
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