las joyas que llevaba puestas la señora Clutter, un aro de oro y un anillo con un brillante? Pero
Nye no estaba convencido:
-Toda la maquinación huele a robo. ¿Qué decir del portamonedas de Clutter? Alguien lo
dejó vacío y abierto sobre su cama y no creo que fuese su propietario. ¿Y el bolso de Nancy?
Estaba tirado por el suelo, en la cocina. ¿Cómo llegó allá? Sí, y desde luego en toda la casa no
había ni un céntimo. Bueno dos dólares que tenía Nancy en su mesa, dentro de un sobre. Y
sabemos que Clutter había firmado un cheque de sesenta dólares el día antes. Calculemos que
le quedarían por lo menos unos cincuenta. Claro que algunos dirán:
«-Nadie mata a cuatro personas por cincuenta dólares.
O también:
«-Claro, quizá el asesino tomó el dinero pero sólo para despistarnos, para hacernos creer
que el motivo era el robo. Bueno, pero yo sigo con mis dudas -concluyó Nye.
Cuando oscureció, Dewey interrumpió la consulta para llamar por teléfono a su esposa
Marie y decirle que no le esperase a cenar. Ella le dijo:
-Bueno. Muy bien, Alvin.
Dewey notó en el tono cierta inquietud inhabitual. Los Dewey, padres de dos niños,
hacía diecisiete años que estaban casados y Marie, nacida en Louisiana y antigua taquígrafa
del FBI, a quien él había conocido cuando lo destinaron a Nueva Orleáns, aceptaba y
comprendía los avatares de su profesión, los insólitos horarios, las inesperadas llamadas que
lo llevaban de improviso de uno a otro extremo del estado.
-¿Sucede algo? -le preguntó.
-Nada -le aseguró ella-. Sólo que cuando regreses esta noche tendrás que llamar al
timbre. He hecho cambiar todas las cerraduras.
El comprendió entonces y le contestó:
-No te preocupes, cariño. Sólo cierra las puertas y deja encendida la luz del porche.
Después que hubo colgado, uno de sus colegas le preguntó:
-¿Qué pasa? ¿Está Marie asustada?
-Sí, ¿y quién no lo estaría? -contestó.
Había quien no lo estaba. Desde luego, la viuda encargada del correo, la intrépida
Myrtle Clare, no estaba asustada. Hablaba desdeñosamente de sus conciudadanos
calificándolos de «hatajo de pusilánimes que tienen miedo hasta de cerrar los ojos».
Refiriéndose a sí misma declaraba:
-Esta pobre vieja duerme tranquila como siempre. El que quiera jugarme una mala
pasada, que lo intente y ya verá.
(Once meses después, unos enmascarados armados con fusiles, tomándole la palabra,
invadieron la estafeta de correos y aligeraron a la dama de novecientos cincuenta dólares.)
Como siempre, la opinión de la señora Clare no coincidía casi con ninguna otra.
-Lo que es por acá -opinaba el dueño de una ferretería de Garden City -, lo que más se
vende en estos días son cerraduras y cerrojos. A nadie le preocupa de qué marca sean, lo
único que quieren es que sean resistentes.
Claro que la imaginación siempre puede abrir cualquier puerta, girar la llave y dejar
paso al terror. El martes al alba, unos cazadores de faisanes procedentes de Colorado,
forasteros ignorantes del desastre ocurrido en el lugar, se quedaron atónitos ante el
espectáculo que presentaba Holcomb desde su coche: las ventanas iluminadas, casi todas las
ventanas de casi todas las casas, y en la habitaciones, inundadas de luz, se veían gentes
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