nunca hará. Al escribirme, al firmar «tu amigo». Cuando yo no tenía amigos. Excepto Joe
James.
Joe James, le explicó a Don Cullivan, era un joven leñador indio con el que había vivido
una vez, en un bosque cerca de Bellingham, Washington.
-Está muy lejos de Garden City. Tres mil kilómetros o más. Le escribí a Joe contándole
lo que me pasaba. Joe es pobre, tiene siete hijos que alimentar, pero me ha prometido que
vendrá aunque tenga que hacerlo andando. No ha venido aún y quizá no venga, pero yo creo
que sí, que vendrá. Joe siempre me ha querido bien. ¿Y tú, Don?
-Sí, yo también.
La respuesta suave y enfática complació sobremanera a Perry y lo hizo sonrojar. Sonrió
y dijo:
-Entonces debes de estar un poco loco.
Levantándose de pronto, cruzó la celda y cogió la escoba.
-No veo por qué he de morir entre desconocidos. Dejar que un puñado de matones de la
pradera contemplen cómo estiro la pata. ¡Cristo! Sería mejor suicidarme.
Levantó la escoba y presionó las cerdas contra la bombilla que brillaba en el techo.
-No tengo más que desenroscar la bombilla, romperla y cortarme las muñecas. Eso es lo
que debería hacer. Mientras tú estás todavía aquí. Mientras estoy con alguien a quien le
importo un poco.
El juicio se reanudó el lunes por la mañana a las diez. Noventa minutos después, el
tribunal levantó la sesión: en aquel breve espacio de tiempo la defensa había comple