en condiciones de afirmar en qué grado perjudicará a los acusados. Pero esos carteles, unidos
a los anuncios de los periódicos y de la radio, serán un constante recordatorio para todos los
ciudadanos de la población, entre los cuales han sido convocados ciento cincuenta como
posibles jurados.
El juez Tate no se dejó impresionar. Denegó la petición sin comentarios.
A principio de aquel año, el vecino japonés de Clutter, Hideo Ashida, había vendido en
subasta su equipo agrícola y se había trasladado a Nebraska. La subasta de los Ashida, que se
consideró un éxito, atrajo un centenar escaso de compradores. Más de cinco mil personas
asistieron a la subasta de Clutter. Los ciudadanos de Holcomb se habían preparado para
recibir a una concurrencia sin precedentes (el Círculo de Señoras de la Iglesia de Holcomb
había convertido uno de los graneros de Clutter en una cafetería, provista de doscientos
pasteles caseros, ciento veinte kilos de carne para hamburguesas y treinta kilos de jamón en
lonchas), pero nadie contaba con que ésa fuera la subasta más concurrida de toda la historia
de Kansas occidental. En Holcomb convergieron coches procedentes de la mitad de los
condados del estado y de Oklahoma, Colorado, Texas y Nebraska.
Llegaron, uno tras otro, por la avenida que conduce a la finca de River Valley.
Era la primera vez que se permitía al público visitar la finca de los Clutter desde el
descubrimiento de los asesinatos, circunstancia que explicaba la presencia de un tercio de la
inmensa aglomeración, la de quienes habían ido por curiosidad. Desde luego, el tiempo
contribuyó a tal afluencia porque, a mediados de marzo, la nieve alta del invierno se ha
disuelto y la tierra blanda del deshielo aflora en acres y acres de barro hasta el tobillo. No hay
mucho que pueda hacer el granjero hasta que el terreno se endurece.
-¡Está la tierra tan blanda y mojada! -dijo la mujer de Bill Ramsey, un granjero-. No hay
modo de trabajar. Así, que pensamos que podíamos venir a la subasta.
El día era espléndido de verdad. De primavera. A pesar del fango, el sol, durante tanto
tiempo velado por la nieve y las nubes, parecía un objeto recién hecho y los árboles -el huerto
de los Clutter de perales, manzanos, así como los olmos que sombreaban la avenida-
aparecían ligeramente cubiertos de una capa de verde virginal. El hermoso césped que
bordeaba la casa de los Clutter estaba también reverdecido, y los invasores que lo pisaban,
mujeres ansiosas de ver más de cerca la casa deshabitada, lo atravesaban furtivamente para
espiar por las ventanas, entre temiendo y deseando descubrir en la oscuridad, más allá de las
bonitas cortinas floreadas, macabras apariciones.
A gritos, el subastador ponderaba la mercancía: tractores, camiones, carretillas, kilos de
clavos, acotillos, maderas, cubos para la leche, hierros de marcar ganado, caballos,
herraduras, todo cuanto se necesita para llevar una hacienda, desde cuerda y arreos hasta
desinfectante para ovejas y baños de estaño. La perspectiva de comprar toda esa mercancía a
precios de regalo había atraído a la mayoría de aquellas personas. Pero las manos de los
postores se levantaban tímidamente, manos enrojecidas por el trabajo, que no deseaban
desprenderse de dinero duramente ganado. Sin embargo, nada quedó por vender: hubo hasta
quien compró un manojo de llaves oxidadas y un joven cow-boy que lucía botas amarillo
claro compró el vagó