Creo que los dos estábamos como drogados. Yo, desde luego, sí. Excitadísimos y al mismo
tiempo aliviados. No podíamos dejar de reír, ninguno de los dos. De pronto todo parecía
divertidísimo, no sé por qué; era así. Pero la escopeta goteaba sangre y mis ropas estaban
manchadas: tenía sangre hasta en el pelo. Así que nos metimos en una carretera comarcal y la
seguimos por lo menos quince kilómetros hasta que nos hallamos en plena pradera. Oíamos a
los coyotes. Fumamos un cigarrillo y Dick no dejaba de hacer chistes acerca de lo que había
pasado allí. Yo salí del coche, saqué haciendo sifón agua del depósito y lavé la sangre del
cañón de la escopeta. Luego escarbé un agujero en la tierra con el cuchillo de caza de Dick, y
enterré en él los cartuchos vacíos y lo que había quedado del rollo de cuerda de nylon y de
cinta adhesiva. Luego, seguimos hasta llegar a la nacional Ochenta y tres que tomamos rumbo
este, hacia Kansas City y Olathe. Al amanecer Dick paró el coche en uno de esos espacios
destinados a comidas, eso que llaman zonas de recreo que tienen fogones. Encendimos fuego
y quemamos algunas cosas como los guantes que habíamos usado y mi camisa. Dick dijo que
le gustaría tener un buey entero para asar porque en su vida había tenido tanta hambre. Era
casi mediodía cuando llegamos a Olathe. Dick me dejó en mi hotel y él se fue a su casa para
la comida del domingo en familia. Sí, se llevó el cuchillo. La escopeta también.
Agentes del KBI enviados a casa de Hickock encontraron el cuchillo en una caja con
utensilios de pesca y la escopeta, tranquilamente apoyada contra la pared de la cocina. (El
padre de Hickock, que se negaba a creer que su «chico» hubiese tomado parte en «un crimen
tan espantoso», insistió en que la escopeta no había salido de casa desde la primera semana de
noviembre, y por lo tanto no podía ser el arma del crimen.) En cuanto a los cartuchos vacíos,
la cuerda y la cinta adhesiva, fueron recuperados con la ayuda de Virgil Pietz, empleado de
carreteras del distrito quien trabajando con una niveladora en la zona indicada por Perry
Smith, rastreó el terreno centímetro a centímetro hasta descubrir los objetos enterrados.
Con ello los últimos cabos sueltos quedaron atados; el KBI había reunido unas pruebas
irrefutables, pues el examen determinó que los cartuchos habían sido disparados por la
escopeta de Hickock y que los restos de cuerda y cinta correspondían a la misma pieza que
fue empleada para atar a las víctimas y reducirlas al silencio.
Lunes, 11 de enero. Tengo un abogado. El señor Fleming. Un viejo de corbata roja.
El tribunal, informado de que los acusados no tenían fondos para costearse asistencia
legal, representado por el juez Roland H. Tate, nombró como representantes suyos dos
abogados del lugar, Arthur Fleming y Harrison Smith.
Fleming, setenta y un años, antiguo alcalde de Garden City, hombre pequeño que anima
su aspecto nada sensacional con vistosas corbatas, se resistía a aceptar el nombramiento.
-No deseo encargarme del caso -le dijo al juez-. Pero si el tribunal juzga conveniente
designarme, entonces, naturalmente, no tengo otra alternativa.
El abogado de Hickock, Harrison Smith, de cuarenta y cinco años y metro ochenta de
altura, jugador de golf, elk 1 de alto nivel, aceptó la tarea con talante resignado.
-Alguien tiene que hacerlo. Y yo lo haré lo mejor que pueda. Aunque dudo que eso aumente
mi popularidad por estos contornos.
1
Miembro de la asociación americana fundada en 1868 que tiene por objetivo principal promover un
sentimiento de hermandad y civismo. (N. del T.)
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