-El parece que no, le daba risa. Pero ya sabes cómo soy yo. Dices «¡Buh!» y al
momento me caigo al suelo.
-¿Qué estás comiendo?
-Nada.
-Ya lo sé. Las uñas -dijo Susan adivinándolo. Aunque Nancy ponía todo su empeño, no
conseguía quitarse el vicio de morderse las uñas y cuando estaba preocupada, era capaz de
hacerlo hasta la carne viva-. Dime, ¿Hay algo que no va?
-No, nada.
-Nancy. C'est moi... -Susan estudiaba francés.
-Bueno..., papá. Hace tres semanas que está de un humor espantoso. Espantoso. Por lo
menos conmigo. Y anoche, cuando llegué a casa, volvió a empezar con aquello.
Lo de aquello no necesitaba mayor aclaración. Era algo que las dos amigas habían
venido discutiendo a fondo y en lo que estaban de acuerdo. Susan, resumiendo el problema
desde el punto de vista de Nancy, dijo una vez:
-Ahora quieres a Bobby y lo necesitas. Pero, en el fondo, hasta Bobby sabe que no vais
a llegar a ninguna parte. Más adelante, cuando nosotras dos nos vayamos a Manhattan, todo
parecerá como de otro mundo.
La Universidad del Estado de Kansas está en Manhattan y las dos planeaban
matricularse en la Facultad de Arte y compartir la misma habitación.
-Todo cambiará entonces, lo quieras o no. Pero ahora tú no puedes cambiar nada,
viviendo aquí en Holcomb y viendo a Bobby cada día, yendo a la misma clase. Además, no
hay razón para cambiar porque tú y Bobby sois muy felices juntos. Y siempre tendrás algo
feliz para recordar si un día te quedas sola. ¿No se lo puedes hacer comprender a tu padre?
No, no podía.
-Porque -como le explicó a Susan- cada vez que empiezo a decirle algo, me mira como
si no lo quisiera. O como si lo quisiera menos. Y entonces se me hace un nudo en la lengua y
sólo quiero ser su hija y hacer lo que él quiera.
Susan no sabía qué decir a esto; se trataba de un sentimiento y una relación que ella no
había experimentado nunca. Ella y su madre, que era profesora de música del colegio, vivían
solas, y de su padre, el señor Kidwell, que años atrás, un buen día, en su California nativa, se
marchó de casa para no volver más, no se acordaba demasiado.
-Además -continuó diciendo Nancy ahora-, no estoy muy segura de ser yo quien lo pone
de mal humor. Hay algo más. Está seriamente preocupado por algo.
-¿Por tu madre?
Ninguna otra amiga de Nancy se hubiera atrevido a hacer semejante pregunta. Pero
Susan tenía todos los privilegios. Cuando por primera vez llegó a Holcomb aquella niña de
ocho años, uno menos que Nancy, melancólica, imaginativa, esbelta, pálida y sensible, los
Clutter la habían adoptado con tanto cariño que la chiquilla de California pronto pasó a ser
como de la familia. Durante siete años, las dos amigas habían sido inseparables, insustituibles
la una para la otra, gracias a la extraña similitud de sus sensibilidades. Pero en setiembre,
Susan había pasado del colegio local al de Garden City, mayor y considerado también
superior hasta el punto de que todos los alumnos de Holcomb que pensaban ingresar en la
universidad solían terminar sus estudios en el de Garden City. Pero el señor Clutter, defensor
obstinado de la comunidad, consideraba tal defección como una afrenta al espíritu
comunitario: el colegio de Holcomb era lo bastante bueno para sus hijos y ellos se quedarían
estudiando en él. Por tanto, las dos amigas ya no estaban siempre juntas y durante todo el día
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