y unos prismáticos, se sentaba como el capitán en su cabina de mando, timonel que conducía
el River Valley en su, con frecuencia, peligroso viaje por las estaciones.
-No te preocupes -dijo como respuesta al problema de Nancy-. No vayas al 4-H. Llevaré
a Kenyon.
Así que, descolgando el teléfono del despacho, Nancy le dijo a la señora Katz que sí,
que podía llevarle a Jolene en aquel mismo instante. Pero en cuanto colgó el auricular, frunció
el ceño.
-¡Qué raro! -dijo. Miró en torno y vio a su padre que ayudaba a Kenyon a sumar una
larga columna de cifras y a Van Vleet que, en su escritorio junto a la ventana, tenía aquel
aspecto atractivo y rudo, un poco meditabundo, que hacía que ella le apodara Heathcliff 1 -.
Huelo a humo de cigarrillo.
-¿En tu aliento? -preguntó Kenyon.
-¡Qué gracioso! No, en el tuyo.
Esto le hizo callar porque no ignoraba que ella sabía que de vez en cuando echaba una
bocanada de humo. Pero lo mismo hacía Nancy.
Clutter dio una palmada.
-Basta ya. Esto es un despacho.
Ahora, arriba, Nancy se puso unos tejanos descoloridos y un jersey verde y se ajustó a
la muñeca la tercera de sus más queridas propiedades: un reloj de oro. La segunda, Evinrude,
su gato preferido, no podía ni compararse con la primera: el anillo de Bobby, que era la
incómoda prueba de su condición de «ir en serio», que llevaba (cuando lo llevaba, porque al
menor enfado desaparecía) en el pulgar, pues ni siquiera con un poco de cinta adhesiva, dado
su tamaño para mano masculina, podía llevarlo en otro dedo en que se ajustara más. Nancy
era una muchacha bonita, esbelta, ágil como un chiquillo pero lo más hermoso que tenía era
sin duda el cabello, castaño, corto (cien pasadas de cepillo al levantarse, y otras cien al irse a
acostar) y la tez bruñida a base de jabón, todavía un poco pecosa y bronceada por el último
sol del verano. Desde luego, aquellos ojos suyos, a la justa distancia uno de otro, oscuros y
translúcidos como la cerveza a contraluz, eran los que al primer golpe de vista la hacían
parecer simpática, los que anunciaban su falta de recelo y su carácter juicioso pero muy
despierto.
-¡Nancy! -gritó Kenyon-. Susan al teléfono.
Susan Kidwell, su confidente. Fue otra vez al teléfono de la cocina.
-Dime -empezó Susan, que invariablemente comenzaba así sus sesiones al teléfono-.
Dime antes que nada por qué estuviste flirteando ayer con Jerry Roth.
Junto con Bobby, en el colegio, Jerry Roth era uno de los ases de baloncesto.
-¿Ayer noche? Pero, por Dios, si no estuve f lirteando. ¿Lo dices porque nos cogíamos la
mano? Sólo vino a saludarme en el entreacto y yo estaba tan nerviosa que me cogió la mano.
Para darme ánimos.
-Conmovedor. ¿Y luego, qué?
-Luego Jerry me llevó a ver la película esa de horror. Y allí sí que estuvimos con las
manos cogidas.
-¿Pasaste miedo? No de Jerry, de la película.
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Protagonista masculino de Cumbres borrascosas. (N. del T.)
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