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BRÍGIDA RIVAS ESPAÑA
Un remendado jersey bajo una toquilla que protegía su cara, de color indefinido abrigaba su espalda y tamizaba el aire que penetraba por su nariz. Remataba su atuendo un pañuelo en la cabeza anudado bajo la barbilla.
Llegaban con la esperanza de cambiar aquellas hierbas por media hogaza de pan blanco, un puñado de garbanzos o en el colmo de sus aspiraciones un hueso añejo y un trocito de tocino para dar algo caliente aquel día a su familia. Todas hacían el camino a pie, porque aquellos senderos sólo se podían transitar de esta forma o sobre una cabalgadura. Los labradores venían a hacer sus transacciones de trigo por harina o por pan. Algunos sólo pretendían vender sus cosechas. Traían sus bestias cargadas y las dejaban atadas a unos puntos ya preparados a tal efecto en la puerta de la casa. Luego entraban, saludaban respetuosos, hablaban de su negocio mientras descansaban de su caminata, y una vez terminado se marchaban.
Una de aquellas veces llegó un hombre que dejó su burro atado a la puerta y pasó a realizar su transacción. La más pequeña de aquellas niñas era traviesa y decidida y más de una vez había pedido a los visitantes que le dieran un paseíto en su bestia. Casi nunca se lo negaban y a ella aquello le divertía. Este día merodeaba cerca del dueño del burro esperando la ocasión de hacer su petición, y como la conversación se alargaba, buscó a la hermana mayor y la animó para que la acompañara a dar un paseíto en aquel burro que estaba allí atado. ¡Era tan divertido subir en un burro! Ya tenía mucha práctica. Sabía cómo hacerlo, y eso no era pecado, ni siquiera malo. Siempre que venía aquel hombre le daba un paseíto en su burro. Segura estaba que no le parecería mal. La hermana mayor era más sensata. Se resistió cuanto pudo, pero en realidad aquello no tenía ninguna importancia y por otra parte ¡allí había tan poco en qué divertirse!...
La pequeña era toda una experta en esas lides, así que se acercó al burro, lo desató de la estaca, lo acercó a unos escalones y desde allí las dos treparon al lomo del burro, no sin cierta dificultad, por lo cual una quedó sentada con las piernas hacia un lado y la otra sentada con las piernas hacia el opuesto. A horcajadas no se podía montar porque había que subirse las faldas y eso sí era malo. Pues de aquella guisa encaminaron al burro por un caminito cuesta arriba y el animal, contento de verse libre de la cuerda que lo había tenido sujeto un par de horas en la puerta de la casa, emprendió un trotecillo ligero que a ellas les encantó y, mientras intentaban guardar el equilibrio, reían como si estuvieran en el más sofisticado de los toboganes. No habían caminado veinte metros cuando sin previo aviso el burro frenó en seco, levantó la cabeza, husmeó el aire, lanzó un estridente rebuzno, disparó un par de coces al vacío y girando ciento ochenta grados en su trayectoria, emprendió una veloz carrera mientras se desprendía, sin ningún miramiento, de la juvenil carga que llevaba a cuestas.