BRÍGIDA RIVAS ESPAÑA
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En el patio de entrada a la casa había una palmera que en invierno protegían atando cuidadosamente las hojas hacia arriba y cubriéndola después con una gruesa tapa de juncos del cercano río. Al llegar la primavera la destapaban y todas sus hojas aparecían brillantes y tiernas sin haberse quemado por las heladas, y también había un árbol que se cubría de lilas en el mes de mayo, y perfumaba el aire del patio y de la casa.
Por delante de la casa pasaba el camino que unía dos pueblos próximos y enfrente había unas escaleritas, labradas en el terreno, cubiertas por piedras entre las que crecía el musgo, flanqueadas por dos pequeñas cascadas naturales de agua que caían en picado desde gran altura para mover una turbina que era la que hacía girar todo el engranaje de la fábrica. Junto a la escalera había una pila de piedra que recogía el agua que en un continuo fluir llegaba, fría y pura desde la acequia. Por encima de la pila de piedra había crecido un jazmín al amparo de la humedad. La fragancia y el aroma de sus flores embalsamaban el ambiente y en las noches de verano era una delicia aspirar su perfume.
Como era el camino que unía dos pueblos, los caminantes solían hacer un alto y reponer fuerzas en este lugar. Allí descansaban los arrieros, que venían desde la vecina costa de Málaga, transportando sobre sus cabezas, fardos con ceretes de higos secos, naranjas que vendían por cientos, vino dulce de aquellas tierras. También los labradores de tierras próximas llevaban las bestias de labor a abrevar, mientras ellos en la sombra comían los torreznos y los chorizos que llevaban en la fiambrera, acompañados por rebanadas de pan, cortadas con la imprescindible navaja del hombre de campo. Estos eran los más afortunados, porque los que no tenían torreznos, se conformaban con unas cuantas cucharadas de migas. También descansaba el sacerdote que se desplazaba de un pueblo a otro para ejercer su ministerio. Allí la pareja de la Guardia Civil se tomaba un respiro. Se paraba allí el médico que compartía los dos pueblos próximos.
A la panadería iban mujeres a recoger las raciones de pan que el Gobierno había estipulado para paliar los efectos de escasez que había ocasionado la guerra. Llegaban a diario otras personas por otros motivos. Generalmente mujeres con una cestita cuidadosamente tapada donde traían unos puñadito de collejas, hinojos, negritos o cualquier otra cosa que toda la mañana habían estado rebuscando en el campo, con las manos hinchadas y amoratadas por el frío y los sabañones, a menudo con temperaturas bajo cero. Venían con sus alpargatas, de frágil tela negra, de suela de cáñamo empapadas por la escarcha. Un modesto delantal que cubría una débil falda de percal, casi siempre en colores oscuros porque todo el mundo estaba de luto debido a la reciente guerra civil que había padecido el país.