2 Generaciones Número 8 | Page 13

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BRÍGIDA RIVAS ESPAÑA

Estaban educadas en lo que se decía que eran los buenos principios. Eran obedientes, hacendosas y comprensivas. No tenían grandes necesidades de lujos, de cines, ni bailes, como las chicas de su edad. Además, si en algún momento sentían nostalgia de aquellas cosas, los mayores les hacían ver que la virtud tenía unas veredas muy estrechas que luego desembocaban en la Gloria Eterna, y en este mundo se reconocerían sus cualidades a distancia. Y lo que era incuestionable era que “El buen paño, en el arca se vende”. Así que eso era lo importante, y no había nada que objetar.

Las niñas eran de buen conformar y en la espera de un buen “marchante”, y de la corona celestial en un futuro más lejano, pasaban la adolescencia y la vida dulcemente. Eran bastante felices. Se levantaban con el sol, y con la cestita del desayuno se subían a lo alto del monte por el placer de caminar a aquella hora temprana, cuando la Naturaleza está todavía bostezando del sueño de la pasada noche. Llegadas a lo alto, se sentaban a descansar y se tomaban el desayuno que previsoras habían llevado.

En el verano estos paseos se dirigían a un paraje en el que había profundos barrancos, llenos de zarzamoras y se pasaban hasta bien entrada la mañana cogiendo moras maduras y chorreantes de su morado y dulce zumo. Siempre llevaban una cestita para recogerlas y a veces ellas mismas confeccionaban una con unas hierbas que se llamaban “pegajosos” y que, como su nombre indica, se iban pegando unas a continuación de otras, al tiempo que se le daba la forma y la dimensión deseada.

Estaba enclavada su casa en el fondo de unos terrenos escalonados que bajaban hasta el río. A la orilla de éste había una fresca alameda y hasta ella se llegaba por una veredita a cuyo costado discurría un pequeño arroyuelo que tapizaba sus márgenes con sencillas y frondosas ramitas de hierba buena. También había en el terreno escalonado un espacio dedicado a sembrar hortalizas. Había árboles frutales: ciruelos, higueras, granados y en el suelo sembraban melones y sandías. Al otro lado del río, volvía a subir en escalones el terreno y también allí había ciruelas y membrillos en las partes más bajas y subiendo hasta lo alto había olivos.

Las niñas vivían libres y disfrutaban por la noche buscando en la oscuridad los gusanitos de luz que allí se producían, sin temer a una visita por sorpresa de “los de la sierra”. Los de la sierra eran personas que temiéndole a las represalias de la Dictadura, se habían refugiado en los montes. Allí, además de que su vida era muy dura, lejos de la familia, de las comodidades del hogar, con la incertidumbre de su futuro, y el de sus familiares, a los que de vez en cuando interrogaba la Guardia Civil, tenían que soportar las inclemencias del tiempo y el hambre que sólo podían paliar cayendo de improviso en algún cortijo y aprovisionándose por las buenas o por las malas de lo que encontraban para sobrevivir.