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Juan Colín
Ese fue el inicio de un largo fin de semana. No pude dormir bien viernes, sábado y domingo, pensando cómo obtener el dinero faltante. Al final, me decidí y esperé al lunes para hablar con el Gerente de la compañía donde trabajaba. Le dije que necesitaba un préstamo por $ 10,000.00 y le expliqué a grandes rasgos para qué los quería. Su respuesta fue de incredulidad. ¿Y cómo vas a pagarlos? –me dijo-, le contesté que lo íbamos a pagar entre los tres y que a mi podían descontarme por nómina, (pues por ley no se puede descontar más que un porcentaje del sueldo) así que el resto me comprometía a entregarlo en efectivo y provendría de la cuenta de ahorros.
Por último me dijo ¿Y quién me garantiza que vas a terminar de pagar? A lo que le contesté que le dejaría la factura del coche en garantía. Y después de mirarme como si yo fuera un loco… ¡accedió!. Me prestaron el dinero. Rubén estaba feliz y Ramón no lo podía creer, pero al final me dijo que estaba bien, que lo hiciéramos, pero que pensaba que en algún momento se iba a arrepentir.
Finalmente el sueño se cumplió. Compramos el auto. Nuestros padres y demás familiares no lo podían creer. ¡Locos! Lo van a lamentar… Y ahora, para que se rían, les diré que… ¡ninguno de los tres sabía manejar! Si ríanse, a todo pulmón. Ahí estábamos los tres soñadores con un auto y sin poder manejarlo. Después cada quien le pidió a algún amigo que le diera las primeras lecciones de manejo y de esta manera, poco a poco, los tres empezamos a conducir el automóvil.
Con éste sueño cumplido, no sólo los tres nos beneficiamos, sino también nuestras familias, pues ya no teníamos que esperar un taxi para cualquier urgencia (por ejemplo, cuando alguno enfermaba); tampoco teníamos que ir en autobús a algún viaje; podíamos también planear excursiones, etc. También, desde luego, hubo situaciones difíciles, como que el auto se desbieló en un viaje a Acapulco, o cuando manejando en reversa, yo le di el primer golpe. Pero, en general, con mucho, fueron más las alegrías y satisfacciones que las penas.
En diciembre de 1971 formalicé mi matrimonio con mi novia y entonces les dije a Rubén y Ramón que les vendía mi parte. Aceptaron. Me dieron lo que me correspondía y se quedaron ellos con el automóvil.
Hoy, viendo todo en retrospectiva, me felicito de haber soñado, de haber confiado en mis dos familiares, de haber sido empeñoso en lograr lo que anhelé y de seguir los dictados de mi corazón que decía que todo iba a salir bien. Después de esa experiencia, la vida me enseñó que siempre hay que creer en los sueños, porque sólo los dormidos se pierden de logros maravillosos por no tener confianza en sus alcances y mostrarse siempre pesimistas. Tú que lees, ¿qué opinas?
...¡ninguno de los tres sabía manejar!...