Más o menos cuando los pensadores griegos empezaron a cambiar el mundo occidental, allá por el año 600 a.C., los mayas construyeron los primeros templos de Palenque. Mucho tiempo después, en el siglo IX, la sequía hizo que el agua dejara de fluir por los canales de piedra. Los descendientes del Gran Pakal, los sacerdotes y el pueblo entero emigraron en busca de una subsistencia que no les garantizaba aquella ciudad de la selva por muy fastuosa que fuera.
Paseando el museo del sitio maya uno juega a imaginar aquellas fiestas donde las mujeres de los reyes lucían mascaras de jade y los hombres se vestían con armaduras emplumadas. Pero lo que casi siempre se nos escapa es que aquel entorno de piedra que hoy transmite sobriedad fue diseñado con una alegría muy diferente. Los templos de Palenque estaban pintados con pigmentos de un rojo intenso y las pirámides altísimas también eran una explosión policromática. La historia acaba volviendo gris el pasado pero desde Tikal hasta Chichén Itzá, Quiriguá o Tulum, Yaxchilán o El Mirador, las construcciones de la civilización más importante de América mostraban en su época de esplendor una arquitectura llena de colores. Lo mismo ocurría, por cierto, con la Acrópolis griega, algunos templos egipcios o el Coliseo romano, cubierto con mármoles blancos y remates dorados. Hoy sólo piedras, pálidas piedras, hermosas, sin vida.
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En busca del Alma Indígena