Daniel Landa
Tuvimos que conducir varias horas por caminos escarpados para llegar a la aldea de Nahá. El pueblo no tenía nada de especial de no ser por lo pintoresco de sus habitantes. La gran mayoría vestía con esas túnicas entre hippies y angelicales de un blanco inmaculado. Fabio se acercó a las autoridades de Nahá que no pusieron problemas para dejarnos grabar. Nos recibió muy cordial el curandero-chamán, al que llamaban Antonio. Tenía los brazos fuertes y una melena larga color azabache. Hablaba como un adolescente nervioso. Parecía imposible que aquel hombre tuviera 80 años. Era el más anciano de la aldea y mezclaba el español con su dialecto indígena. De la entrevista que mantuve con él sólo pude descifrar algo sobre sus dioses mayas, sobre el licor de maíz que preparaba como nadie y sobre las tradiciones lacandonas que morirán con él. Nos regaló algunas canciones cuya lengua ya no conocen sus hijos y en la despedida tuvimos la sensación de estar diciendo adiós a una cultura milenaria. Apenas quedan 700 lacandones sobre la faz de la Tierra.
Llevábamos más de diez meses en busca de los últimos indígenas del planeta y aquí, en Chiapas, sentí una nostalgia irremediable. Una mezcla de pacífica tristeza, de resignación y orgullo. Los lacandones forman un pueblo que parece extinguirse y sin embargo, en hombres como Antonio y Miguel encontré un esbozo de esperanza, un ejemplo vivo, -¡vivo!- del que tal vez acaben contagiándoselos jóvenes.
Pero ellos no salen en las postales.
Ahora nos dirigíamos a un lugar solemne, más popular y menos controvertido, porque las piedras no protestan, ni gritan al mundo que no les olviden.
Las ruinas de Palenque mantienen un estado de conservación impecable. A diferencia de Yaxchilán, se puede ver la grandeza de la ciudad desde lo alto de las pirámides. En las paredes del Templo de las Inscripciones se han hallado 617 jeroglíficos. Este edificio se eleva hasta nueve pisos que pertenecen a nueve dinastías diferentes. En realidad Palenque es una sucesión de grabados misteriosos, altares de piedra y pasadizos subterráneos por los que escapaban los malos gobernadores y se encontraban los amantes que pertenecían a la aristocracia maya.
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