Caminamos por sendas de vegetación frondosa durante una hora. En el camino pudimos bañarnos en pozas de agua cristalina, como los cenotes de Yucatán, donde recogimos caracolas que crecen en aquel recodo de la selva. Más adentro, al pie de una cascada pasea todos los días un ermitaño llamado Miguel, con su melena al viento y su espíritu gozando de la misma libertad que sus antepasados. Presumía el lacandón de pertenecer a una etnia que ha despreciado la ganadería, porque las vacas requieren de pastos, los pastos necesitan deforestación y la deforestación destruye la selva que es lo que a él le hace sentirse maya. Miguel no reivindicaba nada pues lo tenía todo. Junto a aquella cascada resplandeciente entre las lianas podía entender su conformismo que transmitía la misma calma del nómada mongol sobre las dunas del Gobi. “Soy más libre que tú –dijo en el desierto- porque tengo menos pertenencias”.
Daniel Landa
Aquí el turismo era todavía escaso y volvimos a disfrutar del atractivo de los lugares poco accesibles. Mientras en Chichén Itzá el gentío acude a una especie de museo al aire libre, en Yaxchilán es más fácil sentirse un explorador. Fabio nos hablaba de las ceibas gigantes y de aquellos que antes de los años 90’ debían caminar largas jornadas por la selva para contemplar lo mismo que nosotros mirábamos tras un paseo en barca.
Durante unas horas, traté de perderme, que es la situación perfecta para reencontrarse con la Historia. Sin el tumulto de los turistas se escuchan las aves de la selva, el concierto de aire y ramas. Sentí varias veces el sobresalto de una estela tallada en piedra. Escrité la mirada de antiguos gobernantes esculpidos y fui así, con la retina llena de relieves, escalinatas y pirámides verdes, dejamos Yaxchilán, que pertenece a la selva. Allí sobrábamos los demás.
Esa misma tarde Manlio nos condujo hasta el corazón de la selva Lacandona, donde viven dispersas las últimas comunidades de los mayas más mayas de México: los lacandones. Visten con túnicas blancas y lucen un pelo largo y negro.
21