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Sofía García
Esa fuerza silenciosa y discreta que surge con tremendo poder en los momentos adecuados. Jamás vi temor en su rostro, no dudo que lo sintieran, pero ¿qué es el miedo ante el amor?
Mi vida iniciaba, cobraba sentido. Tenía una familia, aprendía de la virtud, de la unión, de la fe, el amor y la felicidad. Todo parecía perfecto, pero la vida tiene sus tiempos y a los 9 años, mi madre de todo ese tiempo, la tía Mago, partió a un nuevo hogar tan merecido, y yo, sin saberlo, tuve que esperar mi propio tiempo por una nueva oportunidad.
A los once años de haber salido de mi casa paterna fui llamada a regresar, pues ya la abuelita estaba muy cansada y lidiar con jovencitos era bastante complicado para ella. Como es de esperarse me encontré en medio de una familia desconocida para mí, no conocía a mis hermanos, su educación y la mía eran totalmente opuestas, no se diga de mi padre y la presencia de una nueva esposa. Nada era normal para mi, no entendía este nuevo cambio. ¿Por qué tenía que haber sido así? Y, sobre todo, ¿ que sería de mi?
Pasaron los años sin encontrar un ejemplo a seguir. Los valores y enseñanzas que había aprendido irritaban sobremanera a mi padre.
Terminé la primaria sabiendo que era el límite de estudios permitido para una mujer en ese lugar, mirando mi futuro como vela que se extingue a la esperanza de una luz más brillante. Deseaba en el corazón lograr algo más, ser alguien más. Me sentía nuevamente en medio de la nada y ahora lejos de toda ayuda.
En la soledad, cada tarde buscaba refugio en la iglesia de la Virgen del Carmen. Mi devoción era la herencia de mi abuelita y mi tía Mago. Lejos estaba yo de un conocimiento en teología, pero tenía la fe que había aprendido. Rogué incontables veces recibir el amor materno, la protección que mi corazón requería, la fuerza para continuar, para creer que había algo mas para mí. El tiempo no existía, no había ruido, ni movimiento, nada, solo ella y yo. Con las esperanzas de una niña, salía de la parroquia.
La espera no fue fácil, hasta el punto de creer que ninguna de mis peticiones había tenido resultado. Hasta que un día, llegó a casa de mi padre una carta del Distrito Federal en donde solicitaban mi presencia para apoyar a un familiar enfermo, y ¡ah sorpresa!, me ordena arreglar mis escasas pertenencias para viajar a esta ciudad. Mis ojos se iluminaron, no sabía nada acerca de nada, pero para mí representó salir de la oscuridad siguiendo un rayo de luz muy tenue pero que podría, con mucho empeño, convertir en más grande.
Sabía en mi corazón que la Virgen sí era mi madre y que me había aceptado como hija. Ahora me estaba ayudando, dándome la oportunidad de luchar por mi misma por encontrar aquello que yo había perdido en mi infancia, ¡una familia!.
Pasó el tiempo y mi familiar se recuperó. Esta vez no me dolía el regresar nuevamente a Oaxaca, sino el creer que no había conseguido mi objetivo, de no haber encontrado la oportunidad de alcanzar mi sueño. Miraba el plato de comida con nostalgia de pensar en el retorno cuando, de pronto un ángel, porque no puedo llamarlo de otra manera, me preguntó: y ahora ¿que vas a hacer?