Ángeles en el Camino
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A lo largo de mi vida he escuchado diversos relatos de personas en todo el mundo que aseguran haber experimentado la presencia de Dios en sus vidas y la forma en que esto ha marcado su destino. Hablan de milagros, señales, visiones, sueños… Yo creo que todos tenemos, al menos, una historia que contar, un recuerdo imborrable en nuestra memoria que surge cuando queremos revivir la sensación de alegría y calma que nos da el recordar esos momentos. Algunos dirán que nada de eso existe y que solo se trata de un logro personal, la capacidad innata del hombre y la mujer por conseguir sus objetivos a base de perseverancia, actitud, disciplina, y mil razones más, pero en mi experiencia la vida no funciona así, al menos no en su totalidad. Hay cosas que se logran simplemente por el ser, pero otras solo se encuentran cuando se quieren ver.
Nací en la ciudad de Oaxaca, en el seno de una familia tradicional de los años cincuenta y bajo ese sistema daría inicio mi historia. Fui la quinta de siete hermanos, la segunda mujer en la familia, y debido a este último detalle, con gran desventaja con respecto a los demás. Al nacer el sexto de mis hermanos mi padre pensó que la situación adquiría otra exigencia y optó por mejorar su situación. A los dos años de edad fui desprendida de mi hogar para ser criada en el seno de otra familia compuesta por dos mujeres y tres niños huérfanos. La vida entonces no era igual a la de ahora y decisiones de este tipo eran muy comunes, al menos eso pensaba yo. Mi padre había decidido ceder su responsabilidad a una bondadosa mujer de nombre Guadalupe y a su hija Margarita, quien, sin saberlo ocuparía un lugar trascendental en mi vida. La razón no la sé, pero aprendí que, al menos para mi padre, ser mujer no era una virtud.
Mi abuelita Lupe, dicho con cariño, me recibió en su hogar con gran amor. Su precaria situación nunca dio pie al reclamo o maltrato, a pesar de haber adquirido una responsabilidad que pocas personas aceptarían. Su fuente de ingresos la obtenía lavando ajeno durante todo el día y a veces parte de la noche.
Reitero que la vida entonces era muy distinta y la mujer humilde únicamente cumplía funciones domésticas. Lavar era una labor titánica que requería de una gran resistencia física pero también de una fuerza interior muy especial, lo cual convertía a estas maravillosas mujeres en seres de gran fortaleza, amor y dedicación.
Mi tía Mago fue el ser quien logró encontrar mi verdadera esencia, quien miró con ternura y amor a la pequeña que entonces era. Fue ella quien, sin intención pero con total merecimiento, ocuparía el lugar de mi madre. Joven, soltera y deseando aportar lo mejor de sí a esta nueva familia, logró obtener un empleo como camarista en uno de los grandes hoteles de la ciudad. En mi memoria aún se pasea con su vestido blanco, caminando bajo los suaves rayos del sol atravesando el umbral de la puerta al regresar de trabajar, bella y llena de juventud, con rasgos amables y cabello ensortijado. Su mirada profunda podía penetrar hasta el centro de mi ser y lograr la simpatía en las demás personas con quienes convivía. Reía en todo momento escuchándose desde cualquier lugar de la casa, negándose a renunciar a su derecho a ser feliz, tomando una taza de té-limón o café sin azúcar, una tortilla del brasero y algunos frijoles, todos juntos en familia. Dos grandes mujeres creando, junto a cuatro pequeños, un hogar. Su fortaleza era evidente en ambas.