2 Generaciones Número 2 | Page 26

Erika Bonilla

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Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque todos, toditos, tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser por los demás celebrada o perdonada.

Viaja la voz, que sin la boca sigue:

Palabra y memoria en la obra de Eduardo Galeano

No hay nada más reciclado que las palabras. Y sin embargo, la palabra es, o debiera ser, una celebración de la vida, una reivindicación de lo humano. Usamos la misma palabra en distintas situaciones y en cada contexto adquieren una nueva forma, un nuevo sentido. Utilizamos “sí” para afirmar que estamos cansados, al igual que lo utilizamos para hacer un pacto cómplice, amoroso. Nos jugamos la vida en y con la palabra, a la vez que conformamos nuestra propia narración vital a través de ella. Las palabras, entonces, son los ladrillos con los que construimos nuestra voz, nuestra memoria, tanto personal como colectiva. Viaja la voz, que sin la boca sigue, metáfora del escritor uruguayo Eduardo Galeano que sintetiza, del modo más bello, el significado y la importancia que tienen, a lo largo de su obra, dos conceptos: la palabra y la memoria.

Pero ¿qué es la memoria para el escritor uruguayo? La respuesta podría ser, a grandes rasgos, la intratemporalidad -esto es, presente, pasado y futuro en un tiempo- que surge como necesidad para la formación racional de un pueblo, en este caso el latinoamericano. En otras palabras, lo que la memoria otorga es visión, identidad, pero no una identidad hueca o importada, sino una dotada de verdadera significación, por proceder ésta de una existencia consciente, reflexiva y por lo tanto genuina.

A orillas de otro mar, otro alfarero se retira en sus sueños tardíos.

Se le nublan los ojos, las manos le tiemblan, ha llegado la hora del adiós. Entonces ocurre la ceremonia de la iniciación: el alfarero viejo ofrece al alfarero joven su pieza. Así manda la tradición, entre los indios del noroeste de América: el artista que se va entrega su obra maestra al artista que inicia.

Y el alfarero joven no guarda esa vasija perfecta para contemplarla y admirarla, sino que la estrella contra el suelo, la rompe en mil pedacitos, recoge los pedacitos y los incorpora a su arcilla.

¿Un refugio?

¿Una barriga?

¿Un abrigo para esconderte cuando te ahoga la lluvia, o te parte el frío, o te voltea el viento?

¿Tenemos un espléndido pasado por delante?

Para los navegantes con ganas de viento, la memoria es un puerto de partida.