A Diana, esta radiante primavera, le hace resurgir el ansia de vivir de los veinte años, el deseo de sentirse admirada y deseada, la ilusión de vestir trajes modernos e incitantes y ser el blanco de las miradas a su paso. Tiene un rostro agraciado, con una boca bien dibujada y unos negros ojos que inconscientes lanzan llamaradas a su alrededor. Su cuerpo está formado de curvas sugerentes y deseables.
Ella no fue consciente de sus prendas hasta después de enviudar. Recuerda dolida que su marido, hombre maduro y austero, nunca tuvo con ella una galantería en ese sentido. Se siente algo frustrada, pero ahora tampoco desea nada profundo, duradero, ¿o... sí?
Bueno eso no lo tiene muy claro. Lo que está claro es la apremiante necesidad de recoger en Correos unos documentos certificados. Así que, se levanta presurosa, se ducha con el aromático gel que reserva para determinadas ocasiones. Elige un ajustado traje rojo que define perfectamente sus formas y contrasta con el negrísimo pelo y los negros zapatos de tacón que se ha calzado.
Sus pícaros ojos lanzan una última
mirada al espejo enmarcado en la puerta del armario y sonríe satisfecha a la excelente figura que ostenta a sus setenta años. También ella retoca un mechoncito de su negro pelo cuidadosamente tratado con sofisticados productos en la peluquería, tal vez rebelde, que cae sobre su frente.
Ya en la calle, camina rápida pensando en el horario de oficinas, cuando oye que le hablan muy cerca un señor con una carta en la mano.
Como el tiempo no perdona, por esos imperativos de la edad, Diana está aquejada de un problemilla de oído y se ha acostumbrado a deducir las palabras que no entiende.
BRÍGIDA RIVAS / ESPAÑA
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