Merçé Sánchiz
13
Tales sucesos no hicieron sino incrementar mi natural curioso, y por eso volví a mi casa y me puse a observar con detenimiento desde la ventana.
A las once y trece minutos llamé al número de teléfono de la policía, convencido ya de que se iba a producir una trifulca callejera de impensables consecuencias. Pero comunicaban. Luego llamé a Protección Civil, después a la Guardia Civil, unos minutos más tarde a la Patrulla Ciudadana del Barrio y sin muchas esperanzas ya a Cáritas. Todos comunicaban o tenían un contestador automático por respuesta
A esa hora ya se había formado un corrillo alrededor de la mujer. Algunos eran conocidos míos, como Antonio, que vende el pan en el supermercado RAPID; una mujer, de la cual desconozco el nombre, pero sé que vive en un entresuelo del nº 123, de esta misma calle; el invidente que vende cupones de la ONCE en la esquina de enfrente; el hijo único de mis vecinos de rellano, que debería haber estado en la escuela a aquellas horas, pero allí estaba embobado frente al cartelito: SE REPARTEN CARICIAS.
Disculpe, Sr. Comisario, ¿sería posible que alguien me trajera un vasito de agua? Se ha hecho la hora de tomar mi pastilla para el riego sanguíneo, o lo que es lo mismo, de echarle carbón a la caldera para que siga funcionando. ¡Suficiente, suficiente, que es para beber no para ducharme, y hoy no es sábado!
Como le decía, se veía venir lo que ocurrió a las trece horas. Los ánimos de los presentes estaban alterados – y no seré yo quién les culpe por ello, dado que la situación, cómo mínimo era estrambótica-; el grupo que se formó alrededor de esa mujer recordaba el rebullir de una caldera a punto de explotar. Las expresiones airadas se sucedían: “Hay que llamar a la policía; no se puede consentir este tipo de desviaciones impúdicas en plena calle, yo he visto como le acariciaba a mi hijo la cara, si no llego a tiempo de apartarle, ¡quién sabe a lo que se hubiera atrevido!, ¡hay que barrer las calles!, ¡estamos hartos de tanto perturbado!, ¡mano dura!, ¡esto nos pasa por no echar fuera del país a tanto emigrante y mafioso que vienen aquí a hacerse los dueños!...
Pasaron de las palabras a las manos en un visto y no visto. El panadero del RAPID se atrevió a arrancarle el cartel del pecho y pisotearlo con adusta insistencia; el vendedor de cupones, haciendo gala de una puntería inesperada en alguien que no vé, le lanzaba a la cara algunas monedas que habían quedado olvidadas en la acera; después se desató el varapalo generalizado. Unos le tiraban del pelo, otras patadas y escupitajos;
sigue pág. 14
LA REPARTIDORA
de rellano, que debería haber estado en la escuela a aquellas horas, pero allí estaba embobado frente al cartelito: SE REPARTEN CARICIAS.
Disculpe, Sr. Comisario, ¿sería posible que alguien me trajera un vasito de agua? Se ha hecho la hora de tomar mi pastilla para el riego sanguíneo, o lo que es lo mismo, de echarle carbón a la caldera para que siga
Disculpe, Sr. Comisario, ¿sería posible que alguien me trajera un vasito de agua? Se ha hecho la hora de tomar mi pastilla para el riego sanguíneo, o lo que es lo mismo, de echarle carbón a la caldera para que siga funcionando. ¡Suficiente, suficiente, que es para beber no para ducharme, y hoy no es sábado!
Como le decía, se veía venir lo que ocurrió a las trece horas. Los ánimos de los presentes estaban alterados – y no seré yo quién les culpe por ello, dado que la situación, cómo mínimo era estrambótica-; el grupo que se formó alrededor de esa mujer recordaba el rebullir de una caldera a punto de explotar. Las expresiones airadas se sucedían: “Hay que llamar a la policía; no se puede consentir este tipo de desviaciones impúdicas en plena calle, yo he visto como le acariciaba a mi hijo la cara, si no llego a tiempo de apartarle, ¡quién sabe a lo que se hubiera atrevido!, ¡hay que barrer las calles!, ¡estamos hartos de tanto perturbado!, ¡mano dura!, ¡esto nos pasa por no echar fuera del país a tanto emigrante y mafioso que vienen aquí a hacerse los dueños!...
sigue pág. 14