El cuento
EL CUENTO
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inla'kesh
Pasaron de las palabras a las manos en un visto y no visto. El panadero del RAPID se atrevió a arrancarle el cartel del pecho y pisotearlo con adusta insistencia; el vendedor de cupones, haciendo gala de una puntería inesperada en alguien que no ve, le lanzaba a la cara algunas monedas que habían quedado olvidadas en la acera; después se desató el varapalo generalizado. Unos le tiraban del pelo, otras patadas y escupitajos; alguno rompió la silla sobre su cabeza. ¡Aquello era un fiasco! Y, fíjese, me pareció que la mujer seguía sonriendo, aunque seguramente son sólo figuraciones mías, y las muecas eran de dolor.
Lo demás ya lo conocen ustedes, porque llegaron justo cuando mi vecina, la madre del hijo único, estaba a punto de hacerle tragar entero y sin pelar uno de los plátanos que llevaba en el bolso de la compra, mientras le gritaba degenerada y otras lindezas que, por respeto, no voy a repetir.
No es que yo vea bien acciones como éstas, pero lo primero que pensé es que hay que estar muy loco para andar por el mundo provocando así al personal. Así que, cuando al día siguiente la volví a ver allí sentada, no me lo podía creer. O estaba loca, o estaba loca.
Lo que nunca me hubiera imaginado es que al cabo de un momento se sentó a su lado un hombre de mediana edad, con un cartel idéntico: SE REPARTEN CARÍCIAS, y al cabo de dos horas ya eran cinco las personas de toda edad y condición instaladas en la acera.
Durante esta última semana han crecido tanto los que reparten carícias como los que la reciben, y no solamente no se producen alteraciones del orden, sino que todo son sonrisas, abrazos, besos y hasta música, pues los hay que traen instrumentos para animar la velada.
Es tan hermoso, Sr. Comisario, que ya no quiero verlo más desde el balcón, mañana también voy a bajar yo.