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El cuento

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…cuando a las siete de la mañana salí de mi casa, ya estaba allí. Cuánto tiempo hacía que estaba, no lo puedo saber. Lo único que les certifico es que a las veintidós treinta de ayer, cuando bajé la basura, la esquina estaba vacía, y pueden estar seguros de esos horarios, porque los vengo cumpliendo desde hace diez años, desde que me jubilé. Así que tuvo que colocarse allí entre las veintidós treinta de ayer y las siete de hoy.

De inmediato me percaté de que iba a causar problemas. No es por presunción, pero comprenderán ustedes que tendría que ser muy corto de mollera, si después de treinta y cinco años de vigilar las cocheras municipales durante ocho horas seguidas, en el turno de noche, se me hubiera escapado un elemento tan perturbador, una alteración tan evidente de la normalidad. Hubiera sido como si durante mi paseo de rutina entre los autobuses, caminando con la linterna por los largos pasillos que formaban los vehículos

aparcados, encontrara una bomba

preparada para estallar

y hubiese seguido mi camino sin

darle importancia.

Sí señores, estaba claro que en cuanto la calle se fuera llenando de los habituales transeúntes -téngase en cuenta que en esa esquina pueden cruzar cada día laborable unas dos mil personas, y no es una cifra al azar- no tardaría en provocarse un altercado. La semana pasada estuve contando desde la ventana del salón, cada día a una hora distinta, para después calcular la media. Eso sí, el sábado y el domingo se reduce el número considerablemente.

Al principio, los escasos madrugadores, o no la veían o si se daban cuenta de su presencia, agachaban la cabeza y seguían su marcha. Pero a medida que avanzaba la mañana, aumentaba el número de gente que por lo menos se paraba unos segundos para leer el cartel que se había colgado del pecho. Al principio parecían no entenderlo muy bien, y observaban de reojo a la mujer que no dejaba de sonreír. Algunos le tiraban alguna moneda sobre la falda que ella recogía y devolvía sin perder la sonrisa. Entonces la/el caritativo, se marchaba indignado, echando pestes sobre los pobres de hoy, que despreciaban los céntimos, y buscando la complicidad de otros transeúntes, a los que transmitían la aberración que acababan de vivir.

Tales sucesos no hicieron sino incrementar mi natural curioso, y por eso volví a mi casa y me puse a observar con detenimiento desde la ventana.

Lo demás ya lo conocen ustedes, porque llegaron justo cuando mi vecina, la madre del hijo único, estaba a punto de hacerle tragar entero y sin pelar uno de los plátanos que llevaba en el bolso de la compra, mientras le gritaba degenerada y otras lindezas que, por respeto, no voy a repetir.

No es que yo vea bien acciones como éstas, pero lo primero que pensé es que hay que estar muy loco para andar por el mundo provocando así al personal. Así que, cuando al día siguiente la volví a ver allí sentada, no me lo podía creer. O estaba loca, o estaba loca.

Lo que nunca me hubiera imaginado es que al cabo de un momento se sentó a su lado un hombre de mediana edad, con un cartel idéntico: SE REPARTEN CARÍCIAS, y al cabo de dos horas ya eran cinco las personas de toda edad y condición instaladas en la acera.

Durante esta última semana han crecido tanto los que reparten carícias como los que la reciben, y no solamente no se producen alteraciones del orden, sino que todo son sonrisas, abrazos, besos y hasta música, pues los hay que traen instrumentos para animar la velada.

Es tan hermoso, Sr. Comisario, que ya no quiero verlo más desde el balcón, mañana también voy a bajar yo.