Era probable que el cónsul no estuviera de vacaciones, por la índole de su cargo, pero
con seguridad no abriría la oficina hasta el lunes. Lo único razonable era ir a un hotel,
descansar tranquila esa noche, y al día siguiente llamar por teléfono al consulado, cuyo
numero estaba sin duda en el directorio. De modo que la señora Prudencia Linero tuvo
que conformarse con ese criterio, y el oficial la ayudó en los trámites ¿e inmigración y
aduana y del cambio de dinero, y la puso dentro de un taxi con la indicación azarosa je
que la llevaran a un hotel decente.
El taxi decrépito con rezagos de carroza fúnebre avanzaba dando tumbos por las calles
desiertas. La señora Prudencia Linero pensó por un instante que el conductor y ella eran
los únicos seres vivos en una ciudad de fantasmas colgados en alambres en medio de la
calle, pero también pensó que un hombre que hablaba tanto, y con tanta pasión, no
podía tener tiempo para hacerle daño a una pobre mujer sola que había desafiado los
riesgos del océano para ver al Papa.
Al final del laberinto de calles volvía a verse el mar. El taxi siguió dando tumbos a lo
largo de una playa ardiente y solitaria donde había numerosos hoteles pequeños de
colores intensos. Pero no se detuvo en ninguno de ellos sino que fue directo al menos
vistoso, situado en un jardín público con grandes palmeras y bancos verdes. El chofer
puso el baúl en la acera sombreada y, ante la incertidumbre de la señora Prudencia
Linero, le aseguró que aquel era el hotel más decente de Nápoles.
Un maletero hermoso y amable se echó el baúl al hombro y se hizo cargo de ella. La
condujo hasta el ascensor de redes metálicas improvisado en el hueco de la escalera, y
empezó a cantar un aria de Puccini a plena voz y con una determinación alarmante. Era
un vetusto edificio de nueve pisos restaurados, en cada uno de los cuales había un hotel
diferente. La señora Prudencia Linero se sintió de pronto en un instante alucinado,
metida en una jaula de gallinas que subía muy despacio por el centro de una escalera de
mármoles estentóreos, y sorprendía a la gente dentro de las casas con sus dudas más
íntimas, con sus calzoncillos rotos y sus eructos ácidos. En el tercer piso el ascensor se
detuvo con un sobresalto, y entonces el maletero dejó de cantar abrió la puerta de
rombos plegadizos y le indicó a la señora Prudencia Linero, con una reverencia galante,
que estaba en su casa.
Ella vio un adolescente lánguido detrás de un mostrador de madera con incrustaciones de
vidrios de colores en el vestíbulo y plantas de sombra en macetas de cobre. Le gustó de
inmediato, porque tenía los mismos bucles de serafín de su nieto menor. Le gustó el
nombre del hotel con las letras grabadas en una placa de bronce, le gustó el olor de
ácido fénico, le gustaron los helechos colgados, el silencio, las lises de oro del papel de
las paredes. Después dio un paso fuera del ascensor, y el corazón se le encogió. Un
grupo de turistas ingleses de pantalones cortos y sandalias de playa dormitaban en una
larga fila de poltronas de espera. Eran diecisiete, y estaban sentados en un orden
simétrico, como si fueran uno solo muchas veces repetido en una galería de espejos. La
señora Prudencia Linero los vio sin distinguirlos, con un solo golpe de vista, y lo único
que le impresionó fue la larga hilera de rodillas rosadas, que parecían presas de cerdo
colgadas en los ganchos de una carnicería. No dio un paso más hacia el mostrador, sino
que retrocedió sobrecogida y entró de nuevo en el ascensor.
—Vamos a otro piso — dijo.
—Este es el único que tiene comedor, signara—dijo el cargador.
—No importa — dijo ella.
El cargador hizo un gesto de conformidad, cerró el ascensor, y cantó el pedazo que le
faltaba de la canción hasta el hotel del quinto piso. Allí todo parecía menos estricto, y la
dueña era una matrona primaveral que hablaba un castellano fácil, y nadie hacía la siesta
en las poltronas del vestíbulo. No había comedor, en efecto, pero el hotel tenía un
acuerdo con una fonda cercana para que sirviera a los clientes por un precio especial. De
modo que la señora Prudencia Linero decidió que sí, que se quedaba por una noche, tan
convencida por la elocuencia y la simpatía de la dueña como por el alivio de que no
hubiera ningún inglés de rodillas rosadas durmiendo en el vestíbulo.
El dormitorio tenía las persianas cerradas a las dos de la tarde, y la penumbra
conservaba la frescura y el silencio de una floresta recóndita, y era bueno para llorar. No
bien se quedó sola, la señora Prudencia Linero pasó los dos cerrojos, y orinó por primera
52 Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos