vez desde la mañana con un desagüe tenue y difícil que le permitió recobrar su identidad
perdida durante el viaje. Después se quitó las sandalias y el cordón del hábito y se tendió
del lado del corazón sobre la cama matrimonial demasiado ancha y demasiado sola para
ella sola, y soltó el otro manantial de sus lágrimas atrasadas.
No sólo era la primera vez que salía de Riohacha, sino una de las pocas en que salió de
su casa después de que sus hijos se casaron y se fueron, y ella se quedó sola con dos
indias descalzas cuidando del cuerpo sin alma de su esposo. Se le acabó la mitad de la
vida en el dormitorio frente a los escombros del único hombre que había amado, y que
permaneció en el letargo durante casi treinta años, tendido en la cama de sus amores
juveniles sobre un colchón de cueros de chivo.
En el octubre pasado, el enfermo abrió los ojos en una ráfaga súbita de lucidez,
reconoció a su gente y pidió que llamaran un fotógrafo. Llevaron al viejo del parque con
el enorme aparato de fuelle y manga negra, y el platón de magnesio para las fotos do-
mésticas. El mismo enfermo dirigió las fotos. «Una para Prudencia, por el amor y la
felicidad que me dio en la vida», dijo. La tomaron con el primer fogonazo de magnesio.
«Ahora otras dos para mis hijas adoradas, Prudencita y Natalia», dijo. Las tomaron.
«Otras dos para mis hijos varones, ejemplos de la familia por su cariño y su buen juicio»,
dijo. Y así hasta que se acabó el papel y el fotógrafo tuvo que ir a su casa a
reabastecerse. A las cuatro de la tarde, cuando ya no se podía respirar en el dormitorio
por la humareda de magnesio y el tumulto de parientes, amigos y conocidos que
acudieron a recibir sus copias del retrato, el inválido empezó a desvanecerse en la cama,
y se fue despidiendo de todos con adioses de la mano, como borrándose del mundo en la
baranda de un barco.
Su muerte no fue para la viuda el alivio que todos esperaban. Al contrario, quedó tan
afligida, que sus hijos se reunieron para preguntarle cómo podrían consolarla, y ella les
contestó que no quería nada más que ir a Roma a conocer al Papa.
— Me voy sola y con el hábito de San Francisco — les advirtió—. Es una manda.
Lo único grato que le quedó de aquellos años de vigilia fue el placer de llorar. En el
barco, mientras tuvo que compartir el camarote con dos hermanas clarisas que se
quedaron en Marsella, se demoraba en el baño para llorar sin ser vista. De modo que el
cuarto del hotel de Nápoles fue el único lugar propicio que había encontrado para llorar a
gusto desde que salió de Riohacha. Y habría llorado hasta el día siguiente cuando saliera
el tren de Roma, de no haber sido porque la dueña le tocó la puerta a las siete para
avisarle que si no llegaba a tiempo a la fonda se quedaría sin comer.
El empleado del hotel la acompañó. Una brisa fresca había empezado a soplar desde el
mar, y todavía quedaban algunos bañistas en la playa bajo el sol pálido de las siete. La
señora Prudencia Linero siguió al empleado por el vericueto de calles empinadas y
estrechas que apenas empezaban a despertar de la siesta del domingo, y se encontró de
pronto bajo una pérgola umbría, donde había mesas para comer con manteles de
cuadritos rojos y frascos de encurtidos improvisados como floreros con flores de papel.
Los únicos comensales a esa hora temprana eran los propios sirvientes, y un cura muy
pobre que comía cebollas con pan en un rincón apartado. Al entrar, ella sintió la mirada
de todos por el hábito Pardo, pero no se alteró, pues era consciente de que el ridículo
formaba parte de la penitencia. La mesera, en cambio, le suscitó un ápice de piedad,
porque era rubia y bella y hablaba corno si cantara, y ella pensó que debían estar muy
mal en Italia después de la guerra si una muchacha como esa tenía que servir en una
fonda. Pero se sintió bien en el ámbito floral del emparrado, y el aroma de guiso de laurel
de la cocina le despertó el hambre aplazada por la zozobra del día. Por primera vez en
mucho tiempo no tenía deseos de llorar.
Sin embargo, no pudo comer a gusto. En parte porque le costó trabajo entenderse con la
mesera rubia, a pesar de que era simpática y paciente, y en parte porque la única carne
que había para comer eran unos pajaritos cantores de los que criaban en jaulas en las
casas de Riohacha. El cura, que comía en el rincón, y que terminó por servirles de intér-
prete, trató de hacerle entender que las emergencias de la guerra no habían terminado
en Europa, y que debía apreciarse como un milagro que hubiera al menos pajaritos de
monte para comer. Pero ella los rechazó.
— Para mí — dijo— sería como comerme un hijo.
Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos
53