agarrarse en el instante de morir.
— Debió caerse de una boda — dijo un oficial del barco—. Sucede mucho en verano por
estas aguas.
Fue una visión instantánea, porque entonces estaban entrando en la bahía y otros
motivos menos lúgubres distrajeron la atención de los pasajeros.
Pero la señora Prudencia Linero siguió pensando en el ahogado, el pobrecito ahogado,
cuya levita de faldones ondulaba en la estela del barco.
Tan pronto como entró en la bahía, un remolcador decrépito salió al encuentro del barco
y se lo llevó de cabestro por entre los escombros de numerosas naves militares
destruidas durante la guerra. El agua se iba convirtiendo en aceite a medida que el barco
se abría paso entre los escombros oxidados, y el calor se hizo aun mas bravo que el de
Riohacha a las dos de la tarde. Al otro lado del desfiladero, radiante en el sol de las once,
apareció de pronto la ciudad completa de palacios quiméricos y viejas barracas de
colores apelotonados en las colinas. Del fondo removido se levantó entonces una
tufarada insoportable que la señora Prudencia Linares reconoció como el aliento de
cangrejos podridos del patio de su casa.
Mientras duró la maniobra los pasajeros reconocían a sus parientes con aspavientos de
gozo en el tumulto del mueble. La mayoría eran patronas otoñales de pechugas
flamantes, sofocadas dentro de los trajes de luto, con los niños mas bellos y numerosos
de la tierra, maridos pequeños y diligentes, del genero inmortal de los que leen el
periódico después que sus esposas y se visten de escribanos estrictos a pesar del calor.
En medio de aquella algarabía de feria, un hombre muy viejo de aspecto inconsolable,
sobretodo de mendigo, se sacaba a dos manos de los bolsillos puñados y puñados de
pollitos tiernos. En un instante llenaron el muelle, piando enloquecidos por todas las
partes, y solo por ser animales de magia había muchos que seguían corriendo vivos
después de ser pisoteados por la muchedumbre ajena al prodigio. El mago había puesto
su sombrero bocarriba en el piso, pero nadie le tiró desde la borda ni una moneda de
calidad.
Fascinada por el espectáculo de maravilla que parecía ejecutado en su honor, pues sólo
ella lo agradecía, la señora Prudencia Lineros no se dio cuenta de en que momento
tendieron la pasarela, y una avalancha humana invadió el barco con los aullidos y el
ímpetu de un abordaje de bucaneros. Aturdida por el jubilo del tufo de cebollas rancias
de tantas familias en verano, vapuleada por las cuadrillas de cargadores que se
disputaban a golpes los equipajes, se sintió amenazada por la misma muerte sin gloria
de los políticos en el muelle. Entonces se sentó sobre su baúl de madera con esquinas de
latón pintado, y permaneció impávida rezando en un circulo vicioso de oraciones contra
las tentaciones y peligros en tierras de infieles. Allí la encontró el primer oficial cuando
paso el cataclismo y no quedo nadie mas que ella en el salón desmantelado.
— Nadie debe estar aquí a esta hora - le dijo el oficial con cierta amabilidad-.
—¿ Puedo ayudarla en algo ?
—Tengo que esperar al cónsul - dijo ella.
Así era. Dos días antes de zarpar, su hijo mayor le había mandado un telegrama al
cónsul en Nápoles, que era amigo suyo, para rogarle que la esperara en el puerto y la
ayudara en los trámites para seguir a Roma. Le había mandado el nombre del barco y la
hora de llegada, y le indicó además que podía reconocerla por el hábito de San Francisco
que se pondría para desembarcar. Ella se mostró tan estricta en sus leyes, que el primer
oficial le permitió esperar un rato más, a pesar de que iba a ser la hora en que almorzaba
la tripulación y habían subido las sillas sobre las mesas y estaban lavando las cubiertas a
baldazos. Varias veces tuvieron que mover el baúl para no mojarlo, pero ella cambiaba
de lugar sin inmutarse, sin interrumpir las oraciones, hasta que la sacaron de las salas de
recreo y terminó sentada a pleno sol entre los botes de salvamento. Allí volvió a
encontrarla el primer oficial un poco antes de las dos de la tarde, ahogándose en sudor
dentro de la escafandra de penitente, y rezando un rosario sin esperanzas, porque estaba
aterrorizada y triste y soportaba a duras penas las ganas de llorar.
— Es inútil que siga rezando — dijo el oficial, sin la amabilidad de la primera vez—. Hasta
Dios se va de vacaciones en agosto.
Le explicó que media Italia estaba en la playa por esa época, sobre todo los domingos.
Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos
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