la cama el anillo matrimonial, el reloj con la leontina y las mancuernas y el pisacorbatas
que estaba usando.
Lazara le devolvió el anillo.
— Esto no — le dijo—. Un recuerdo así no se puede vender.
El presidente lo admitió y volvió a ponerse el anillo. Lazara le devolvió así mismo el reloj
del chaleco. «Esto tampoco», dijo. El presidente no estuvo de acuerdo pero ella lo puso
en su lugar.
— ¿A quién se le ocurre vender relojes en Suiza?
— Ya vendimos uno — dijo el presidente.
— Si, pero no por el reloj sino por el oro.
— También este es de oro — dijo el presidente.
— Sí — dijo Lazara—. Pero usted puede hasta quedarse sin operar, pero no sin saber qué
hora es.
Tampoco le aceptó la montura de oro de los lentes, aunque él tenía otro par de carey.
Sopesó las prendas que tenía en la mano, y puso término a las dudas.
— Además — dijo—. Con esto alcanza.
Antes de salir, descolgó la ropa mojada, sin consultárselo, y se la llevó para secarla y
plancharla en la casa. Se fueron en la motoneta, Homero conduciendo y Lazara en la
parrilla, abrazada a su cintura. Las luces públicas acababan de encenderse en la tarde
malva. El viento había arrancado las últimas hojas, y los árboles parecían fósiles
desplumados. Un remolcador descendía por el Ródano con un radio a todo volumen que
iba dejando por las calles un reguero de música. Georges Brassens cantaba: Mon amour
tiens bien la, barre, le temps va passer par la, et le temps est un barbare dans le genre
d'Attila, par la ou son cheval passe Vamour ne repousse pas. Homero y Lazara corrían en
silencio embriagados por la canción y el olor memorable de los jacintos. Al cabo de un
rato, ella pareció despertar de un largo sueño.
— Carajo — dijo.
— ¿Qué?
_El pobre viejo — dijo Lazara. ¡Qué vida de mierda!
El viernes siguiente, 7 de octubre, el presidente fue operado en una sesión de cinco
horas que por el momento dejó las cosas tan oscuras como estaban. En rigor, el único
consuelo era saber que estaba vivo. Al cabo de diez días lo pasaron a un cuarto
compartido con otros enfermos, y pudieron visitarlo. Era otro: desorientado y macilento,
y con un cabello ralo que se le desprendía con el solo roce de la almohada. De su antigua
prestancia sólo le quedaba la fluidez de las manos. Su primer intento de caminar con dos
bastones ortopédicos fue descorazonador. Lazara se quedaba a dormir a su lado para
ahorrarle el gasto de una enfermera nocturna. Uno de los enfermos del cuarto pasó la
primera noche gritando por el pánico de la muerte. Aquellas veladas interminables
acabaron con las últimas reticencias de Lazara.
A los cuatro meses de haber llegado a Ginebra, le dieron de alta. Homero, administrador
meticuloso de sus fondos exiguos, pagó las cuentas del hospital y se lo llevó en su
ambulancia con otros empleados que ayudaron a subirlo al octavo piso. Se instaló en la
alcoba de los niños, a quienes nunca acabó de reconocer, y poco a poco volvió a la rea-
lidad. Se empeñó en los ejercicios de rehabilitación con un rigor militar, y volvió a
caminar con su solo bastón. Pero aun vestido con la buena ropa de antaño estaba muy
lejos de ser el mismo, tanto por su aspecto como por el modo de ser. Temeroso del
invierno que se anunciaba muy severo, y que en realidad fue el más crudo de lo que iba
del siglo, decidió regresar en un barco que zarpaba de Marsella el 13 de diciembre,
contra el criterio de los médicos que querían vigilarlo un poco más. A última hora el
dinero no alcanzó para tanto, y Lazara quiso completarlo a escondidas de su marido con
un rasguño más en los ahorros de los hijos, pero también allí encontró menos de lo que
suponía. Entonces Homero le confesó que lo había cogido a escondidas de ella para
completar la cuenta del hospital.
— Bueno — se resignó Lazara—. Digamos que era el hijo mayor.
El 11 de diciembre lo embarcaron en el tren de Marsella bajo una fuerte tormenta de
nieve, y sólo cuando volvieron a casa encontraron una carta de despedida en la mesa de
noche de los niños. Allí mismo dejó su anillo de bodas para Bárbara, junto con el de la
Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos
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