en cada brazo, y se fue a venderlas. «A ver quién le pide facturas a Lazara Davis», dijo al
salir, pavoneándose de risa. Escogió la joyería exacta, con más ínfulas que prestigio,
donde sabía que se vendía y se compraba sin demasiadas preguntas, y entró
aterrorizada pero pisando firme.
Un vendedor vestido de etiqueta, enjuto y pálido, le hizo una venia teatral al besarle la
mano, y se puso a sus órdenes. El interior era más claro que el día, por los espejos y las
luces intensas, y la tienda entera parecía de diamante. Lazara, sin mirar apenas al
empleado por temor de que se le notara la farsa, siguió hasta el fondo.
El empleado la invitó a sentarse ante uno de los tres escritorios Luis XV que servían de
mostradores individuales, y extendió .encima un pañuelo inmaculado. Luego se sentó
frente a Lazara, y esperó.
— ¿En qué puedo servirle?
Ella se quitó las sortijas, las pulseras, los collares, los aretes, todo lo que llevaba a la
vista, y fue poniéndolos sobre el escritorio en un orden de ajedrez. Lo único que quería,
dijo, era conocer su verdadero valor.
El joyero se puso el monóculo en el ojo izquierdo, y empezó a examinar las alhajas con
un silencio clínico. Al cabo de un largo rato, sin interrumpir el examen, preguntó:
— ¿De dónde es usted? ..u.,, Lazara no había previsto esa pregunta.
— Ay, mi señor — suspiró—. De muy lejos.
— Me lo imagino — dijo él.
Volvió al silencio, mientras Lazara lo escudriñaba sin misericordia con sus terribles ojos
de oro. El joyero le consagró una atención especial a la diadema de diamantes, y la puso
aparte de las otras joyas.
Lazara suspiró.
— Es usted un Virgo perfecto — dijo. El joyero no interrumpió el examen.
— ¿Cómo lo sabe? ,
— Por el modo de ser — dijo Lazara. , Él no hizo ningún comentario hasta que terminó,
y se dirigió a ella con la misma parsimonia del principio.
— ¿De dónde viene todo esto?
— Herencia de una abuela — dijo Lazara con voz tensa—. Murió el año pasado en
Paramáribo a los noventa y siete años.
El joyero la miró entonces a los ojos. «Lo siento mucho», le dijo. «Pero el único valor de
estas cosas es lo que pese el oro». Cogió la diadema con la punta de los dedos y la hizo
brillar bajo la luz deslumbrante.
— Salvo esta — dijo—. Es muy antigua, egipcia tal vez, y sería invaluable si no fuera por
el mal estado de los brillantes. Pero de todos modos tiene un cierto valor histórico.
En cambio, las piedras de las otras alhajas, las amatistas, las esmeraldas, los rubíes, los
ópalos, todas, sin excepción, eran falsas. «Sin duda las originales fueron buenas», dijo el
joyero, mientras recogía las prendas para devolverlas. «Pero de tanto pasar de una
generación a otra se han ido quedando en el camino las piedras legítimas, reemplazadas
por culos de botella». Lazara sintió una náusea verde, respiró hondo y dominó el pánico.
El vendedor la consoló:
— Ocurre a menudo, señora.
— Ya lo sé — dijo Lazara, aliviada—. Por eso quiero salir de ellas.
Entonces sintió que estaba más allá de la farsa, y volvió a ser ella misma. Sin más
vueltas sacó del bolso las mancuernas, el reloj de bolsillo, los pisacorbatas, las
condecoraciones de oro y plata, y el resto de baratijas personales del presidente, y puso
todo sobre la mesa.
— ¿También esto? — preguntó el joyero.
— Todo — dijo Lazara.
Los francos suizos con que le pagaron eran tan nuevos que temió mancharse los dedos
con la tinta fresca. Los recibió sin contarlos, y el joyero la despidió en la puerta con la
misma ceremonia del saludo. Ya de salida, sosteniendo la puerta de cristal para cederle
el paso, la demoró un instante.
— Y una última cosa, señora — le dijo—: soy Acuario.
A la prima noche Homero y Lazara llevaron el dinero al hotel. Hechas otra vez las
cuentas, faltaba un poco más. De modo que el presidente se quitó y fue poniendo sobre
16 Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos