esposa muerta, que nunca trató de vender, y el reloj de leontina para Lázaro. Como era
domingo, algunos vecinos caribes que descubrieron el secreto habían acudido a la
estación de Cornavin con un conjunto de arpas de Veracruz. El presidente estaba sin
aliento, con el abrigo de perdulario y una larga bufanda de colores que había sido de
Lazara, pero aún así permaneció en el pescante del último vagón despidiéndose con el
sombrero bajo el azote del vendaval. El tren empezaba a acelerar cuando Homero cayó
en la cuenta de que se había quedado con el bastón. Corrió hasta el extremo del andén y
lo lanzó con bastante fuerza para que el presidente lo atrapara en el aire, pero cayó
entre las ruedas y quedó destrozado. Fue un instante de terror. Lo último que vio Lazara
fue la mano trémula estirada para atrapar el bastón que nunca alcanzó, y el guardián del
tren que logró agarrar por la bufanda al anciano cubierto de nieve, y lo salvó en el vacío.
Lazara corrió despavorida al encuentro del marido tratando de reír detrás de las
lágrimas.
— Dios mío — le gritó—, ese hombre no se muere con nada.
Llegó sano y salvo, según anunció en su extenso telegrama de gratitud. No se volvió a
saber nada de él en más de un año. Por fin llegó una carta de seis hojas manuscritas en
la que ya era imposible reconocerlo. El dolor había vuelto, tan intenso y puntual como
antes, pero él decidió no hacerle caso y dedicarse a vivir la vida como viniera. El poeta
Aimé Césaire le había regalado otro bastón con incrustaciones de nácar, pero había
resuelto no usarlo. Hacía seis meses que comía carne con regularidad, y toda clase de
mariscos, y era capaz de beberse hasta veinte tazas diarias de café cerrero. Pero ya no
leía el fondo de la taza porque sus pronósticos le resultaban al revés. El día que cumplió
los setenta y cinco años se había tomado una