Entonces el dueño de la casa se puso pálido, lo mismo que su señora, y Charles
Macdoodle de Macdoodle hizo señas a Lady Mary de que no dijera más, y todos
guardaron silencio. Tras el desayuno, Charles Macdoodle le contó a Lady Mary
que según una tradición de la familia era un presagio de muerte que los carruajes
dieran vueltas por la terraza. Y así fue, pues dos meses más tarde moría la señora
de la casa. Y Lady Mary, que era doncella de honor en la Corte, contó a menudo
esta historia a la Reina Charlotte; y es por esto que el viejo rey decía siempre:
«¿Cómo, cómo? ¿Qué, qué? ¿Fantasmas, fantasmas? ¡No existen, no existen!» Y
no dejaba de decir esa frase hasta que se iba a la cama.
Y ahora bien, un amigo de alguien al que casi todos conocemos, cuando era un
joven que estaba cursando estudios tenía un amigo especial con el que había
hecho el pacto de que, si era posible que el espíritu retornara a esta tierra
después de separarse del cuerpo, aquel de los dos que muriera primero se le
aparecería al otro. Nuestro amigo se olvidó de ese pacto con el curso del tiempo;
los dos jóvenes habían progresado en la vida, habían tomado caminos
divergentes y se habían separado. Pero una noche muchos años después, estando
nuestro amigo en el norte de Inglaterra, y quedándose a pasar la noche en una
posada de Yorkshire Moors, miró desde la cama hacia fuera; y allí, bajo la luz de
la luna, apoyado en un buró cercano a la ventana, y mirándole fijamente, vio a su
antiguo compañero de estudios. Cuando éste se dirigió con solemnidad hacia la
aparición, ésta respondió en una especie de susurro pero bien audible:
-No te acerques a mí. Estoy muerto. He venido aquí para cumplir mi promesa.
¡Vengo del otro mundo, pero no puedo revelar sus secretos!
En ese momento empezó a volverse más pálido y se fundió, por así decirlo, con la
luz de la luna, desapareciendo en ella.
O está el caso de la hija del primer ocupante de lo pintoresca casa isabelina, tan
famosa en nuestra vecindad. ¿Ha oído hablar de ella? ¿No? Bueno, la hija salió
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