cerraduras con las llaves oxidadas. ¡Bien! Le contamos a nuestro anfitrión lo que
hemos visto, y una sombra cubre sus rasgos tras lo que nos suplica que
guardemos silencio; y así se hace. Pero todo es cierto; y lo contamos, antes de
morir (ahora estamos muertos) a muchas personas responsables.
Es infinito el número de casas antiguas con galerías resonantes, dormitorios
lúgubres y alas encantadas cerradas durante muchos años, por las cuales
podemos pasear, con un agradable hormigueo subiéndonos por la espalda y
encontrarnos algunos fantasmas, pero quizá sea digno de mención afirmar que
se reducen a muy pocos tipos y clases generales; pues los fantasmas tienen poca
originalidad y «caminan» por caminos trillados. Sucede, por ejemplo, que en una
determinada habitación de un cierto salón antiguo en donde se suicidó un
malvado lord, barón, o caballero, hay en el suelo algunas tablas de las que no se
puede borrar la sangre.
Raspas y raspas, como el actual dueño ha hecho, o cepillas y cepillas, como hizo
su padre, o friegas y friegas, como hizo su abuelo, o quemas y quemas con ácidos
fuertes, como hizo el bisabuelo, pero la sangre seguirá estando allí, ni más roja ni
más pálida, ni en mayor ni en menor cantidad; siempre igual. En otra de esas
casas hay una puerta encantada que nunca se abrirá; u otra que nunca se cerrará;
o un sonido de una rueda de hilar, o un martillo, o unos pasos, o un grito, o un
suspiro, un galope de caballos o el rechinar de unas cadenas. O hay un reloj que a
medianoche da trece campanadas cuando va a morir el cabeza de familia, o un
carruaje sombrío, negro e inmóvil que ve siempre en esos momentos alguien que
aguardaba cerca de las amplias puertas del patio del establo. O sucede, como en
el caso de Lady Mary, que fue a visitar una casa situada en los Highlands
escoceses, y como estaba fatigada por su largo viaje se retiró pronto a la cama y a
l