modo que no acertaba a encontrar una explicación. Temían un accidente grave, un
crimen, quizá, y no me comprendían. Yo pude decir al fin:
—Es… es que está dando a luz.
Entonces todos la examinaron, dando cada uno su opinión. Un capuchino, sobre todo,
pretendía ser inteligente en el asunto y quería ayudar a la Naturaleza. Todos estaban más
o menos borrachos y creo que la hubieran matado. Yo me precipité sin sombrero por la
escalera para buscar un médico viejo que vivía cerca. Cuando volví con el médico, los
vecinos de todos los pisos ocupaban mi habitación. Cuatro desahogados, sentados a la
mesa, concluían con mis cangrejos y mi champaña.
A mi llegada, oí un grito formidable y una lechera me presentó sobre una tabla un pedazo
de carne, arrugada y doblada, que gemía y maullaba como un gato.
—Es una niña —me dijo.
El médico examinó a la recién parida, declarando que su estado era grave por haber
sucedido el parto después de una cena, y se fue, anunciándome que mandaría a una
enfermera y una nodriza. Las dos mujeres llegaron una hora después, trayendo un
paquete de medicamentos. Yo pasé la noche en una butaca, demasiado aturdido para
poder reflexionar sobre las consecuencias del lance.
Volvió el médico por la mañana y halló bastante mal a la enferma.
—Su mujer de usted —me dijo.
—No es mi mujer —le interrumpí.
—O su querida, poco me importa —y siguió enumerando los cuidados, los
medicamentos y el régimen que necesitaba.
¿Qué hacer? Enviar a esa desgraciada al hospital hubiera significado aparecer a
los ojos de toda la vecindad, del barrio entero, como un desalmado. La retuve en
mi casa y estuvo seis semanas enferma en mi misma cama.
¿El niño? Lo di a criar en un pueblo cercano. Me cuesta cincuenta pesetas al mes
y, habiendo pagado hasta hoy, me veo obligado a pagar hasta que me muera.
Cuando tenga criterio para comprender, supondrá que soy su padre.
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