comprometerle anticipadamente. Entonces pensé en realizar una buena acción al mismo
tiempo que me procuraba compañía. Y me dije: “París está lleno de hermosas y pobres
jóvenes que no tienen cena esta noche y que andan errantes en busca de un muchacho
generoso. Yo seré la Providencia de Navidad para una de esas desheredadas. Voy a
corretear un poco por las calles, entraré en los lugares del placer, preguntaré, ojearé y
escogeré a mi gusto”.
Y empecé a recorrer la ciudad. Desde luego, encontré gran número de muchachas
infelices que buscaban aventura, pero unas eran feas hasta proporcionar una indigestión,
y otras tan delgadas que podían quebrarse por los pies si se tropezaban. Yo soy débil, ya
lo sabéis. Adoro a las mujeres llenitas. Cuanto más metidas en carnes, más me gustan.
De pronto, cerca del teatro de Variedades, descubro un perfil que me agrada. Una cabeza
hermosa y dos curvas atractivas: la del pecho, muy bella; la de más abajo, sorprendente.
Una barriga de pato gordo. Me quedaba un punto que esclarecer: el rostro. El rostro es el
postre; y el resto, el asado. Apreté el paso. Era encantadora, muy joven, morena y con
grandes ojos negros. Le hice mi proposición, que aceptó sin vacilar. Un cuarto de hora
después estábamos sentados a la mesa en el comedor de mi casa.
Al entrar exclamó:
—¡Ah, qué bien se está aquí!
Y miraba alrededor con la satisfacción visible de haber encontrado habitación y mesa en
aquella noche glacial.
Era una mujer arrogante y gruesa. Se quitó el abrigo y el sombrero. Se sentó y se puso a
comer; pero no parecía del todo bien dispuesta. De cuando en cuando, su cara, un poco
pálida, se alteraba como si sufriese un dolor oculto. Le pregunté:
—¿Tienes algún disgusto?, ¿te pasa algo?
Me contestó:
—¡Bah! Olvidémonos de todo.
Empezó a beber. Vaciaba de un sorbo su vaso de champaña y lo llenaba sin cesar. Bien
pronto empezó a ponerse encarnada y a reír locamente. Yo la adoraba ya. La besaba
apasionadamente y descubrí que no era vulgar ni grosera.
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