Nochebuena
Guy de Maupassant
¡La Nochebuena! ¡Ah, la Nochebuena! Jamás celebraré yo la Nochebuena…
Y Enrique Templier decía esto con una voz tan furiosa como si le propusieran una
infamia.
Los otros, riendo, exclamaban:
—¿Por qué te encolerizas así?
—Porque la Nochebuena me ha jugado la más abominable de las burlas. Porque guardo
un invencible horror a esta noche de alegría imbécil.
—¿Qué fue?
—¿Qué? ¿Vosotros queréis saberlo? Pues escuchad. Aquel invierno era muy frío, tan frío
que hacía morir a los pobres en las calles. Tenía yo entonces entre manos una obra
urgente y rehusé todas las invitaciones que me fueron hechas para celebrar la
Nochebuena, prefiriendo pasar la noche delante de mi mesa de trabajo. Comí solo y
volví a mi tarea. Pero hacia las diez, el ruido de las calles, que a pesar de mis
preocupaciones percibía, y los preparativos de cena que se advertían en la vecindad, me
agitaron.
No sabía lo que hacía. Escribía cien disparates y comprendí que no haría cosa de
provecho en aquella noche. Daba grandes paseos por mi cuarto; me sentaba, me
levantaba; indudablemente sufría la misteriosa influencia de la alegría de fuera, y me
resigné. Llamé a mi muchacha y le dije:
—Ángela, vaya usted a buscar cena para dos; ostras, una perdiz y cangrejos, jamón y
pasteles. Traiga usted también dos botellas de champaña; ponga dos cubiertos y
acuéstese usted.
Obedeció un poco sorprendida. Cuando todo estuvo preparado me puse el abrigo y salí.
Quedaba una gran cuestión que resolver. ¿Con quién celebraría mi Nochebuena? Mis
amigos estarían todos invitados. Para contar con uno hubiera sido necesario
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