tierras de labor que ahora cubre la helada. Es muy bajito y tiene un báculo para
apoyarse; ¡pero ya no se levantará de la cama!
—¿Y no tiene hijos el viejecito?
—Tiene uno, uno solo, que va a nacer hoy a las doce en punto de la noche; uno
muy colorado y muy guapo, que va a nacer...
Aquello nos satisfacía plenamente, porque ya sabíamos, hasta de vicio, que el
viejecito era el año que acababa, y su hijo, el año que iba a llegar.
A medida que se aproximaba la noche, el viejecito se ponía más malo; empezaba
a agonizar...; le ayudaban a bien morir... Pero nunca asistimos ni a su muerte ni
al nacimiento de su hijo, por una sencilla razón: nos acostaban temprano...
Durante muchos años, el monótono relatose repitió invariablemente cada
diciembre... Yo iba creciendo, y a pesar de mis libros elementales, martajados en
la escuela particular, donde dos buenas señoras nos hacían deletrear las
primeras nociones de Geografía y Cosmografía, seguí viendo al año que se iba
como un viejecito moribundo de ojos azules y cabellos de lino, y al año nuevo
como un bebé rollizo y endiablado, hijo del anterior...
II
Después aprendí muchas cosas: aprendí que la tierra es el tercero de los planetas
de nuestro sistema, una estrella tan luminosa como Venus; que gira alrededor
del sol en un período casi idéntico al que constituye nuestro año civil; que su
juventud es eterna con relación a nuestra existencia de relámpagos; que el hielo
del invierno cobija bajo su manto la escondida germinación de la primavera
próxima; que todo renace incesantemente; que un día nosotros seremos viejos y
nos acostaremos para siempre en una negra cuna, alargada y triste, para ya no
ver más ni el rubor de las mañanas, ni la mies de oro de los medios días, ni la
austeridad melancólica de los crepúsculos. Pero que no por eso la fuerza
reproductora cesará en el mundo; y volverán las primaveras año por año, y las
gentes seguirán confiando sus esperanzas a los Eneros, para recoger la cosecha
de tristezas de los Diciembres; y los niños reirán como siempre, aunque ya no
podamos oírlos; y las parejas adolescentes se buscarán las bocas para besarse y
los ojos para mirarse mucho, aunque ya no podamos verlas; y los perfumes, y el
calor suave del día, y el enigma argentado de las noches, seguirán sucediéndose,
aunque ya no podamos sentirlos...
Aprendí que el tiempo no es más que uno de tantos subjetivismos, como el
espacio; que el latido del universo continuará in eternum; que el sol, enfriado, se
convierte en planeta; el planeta viejo se disgrega y cae en la hornaza de otro sol, y
que, de la nebulosa que se condensa al mundo que acaba, hay un eterno y divino
sendero de fuerza y de resurrección y de amor; que la vida del hombre más larga
de que haya memoria no dura lo que una estrella, la más rápida, tarda en
desplazarse, aparentemente, un centímetro en el cielo...
Aprendí, en fin, que no es el tiempo el que pasa, sino nosotros los que pasamos...
III
Mas no he olvidado al viejecito de marras, al viejecito de ojos tan azules como los
de mi novia, que besé tantas veces; de cabellos tan blancos como la piel sedosa
de mi novia, cuyo calor invadía mi corazón cuando, mano entre mano, íbamos
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